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El Vasco - 4. Noches de luna llena

 -  Cuando las lluvias de septiembre, imprevisibles e incesantes, se presentaban en esta zona de la provincia, los ríos desbordaban, especialmente el Salado y por supuesto todos sus pequeños brazos.  Estos riachos serpenteaban por doquier, formando humedales, que ante cada crecida del río, convertían a los pastizales que brotaban del barro, en verdaderos bañados, para beneplácito de pájaros y todo bicho que le gustase el agua como lugar de pertenencia.  Ahí mismo donde usted está parada, posiblemente haya habido un pozo de anguilas o una cueva de lagartos overos. -

Gloria no creía lo que estaba viendo y oyendo, y sin poder decir  palabra  alguna, solamente atinó a encender la cafetera eléctrica, siempre lista para templar el cuerpo en estas mañanas invernales.  Sin quitarle la vista de encima a este hombre, tomó dos tazas del secaplatos plástico y siguió escuchando

-  En mas de una ocasión, los campos inundados decidieron quedarse más de lo previsto, llegando el agua a veces, hasta cuatro o cinco leguas a cada lado del río.  Alfonso era el único baqueano que se animaba a cruzar a caballo toda la inmensidad de esos campos devenidos casi en lagunas, guiándose por los imperceptibles montículos de tierra que elegían las aves para posarse y esperar algún movimiento especial en el agua, su comida, esa que abundaba en época de inundación. -

La cocina ya olía inconfundiblemente al café colombiano que solía traer esas dos o tres veces al año cuando viajaba a la Capital, evitando no errarle a la magnitud de la compra, ya que esa era la única bebida caliente que tomaba.  Sirvió dos tazas del tamaño de las de te, le arrimó una al desconocido, y abrazando con sus manos la otra, se sentó a la mesa.  El relato continuó.

-  Cuando había que cruzar ganado, Javito era su ayudante, el menor de los hijos, y su ladero en estas cuestiones.  El chico no tan chico ya conocía cada uno de los pasos, de tanto escuchar atentamente a su padre.  Casi siempre acompañaba con un caballo de color pardo, el que habitualmente elegía cuando había que salir.  Pero ultimamente traía una canoa de juncos que había construído con sus propias manos y controlaba desde el agua que ninguna res se saliera de la senda y corriese el riesgo de ahogarse.   A decir verdad la canoa la hizo a partir de la historia de Jair el balsero, un niño que durante las noches de luna surcaba la selva del Ecuador a través de un calmo río y podía hablar con todos los animales gracias a un poder especial que le daba la claridad de la noche de luna llena.  Durante meses esperó despierto que el cielo diera paso a esa hermosa galleta de miel y que que mientras ansiaba el cenit, iba tomando el color de la leche que le daban las cabras.   Sin mediar permiso alguno, montaba el pardo con su canoa de juncos y dos improvisados remos con ramas de sauce y palas de corteza de acacias.   La noche en  los bañados era mágica para Javito.  La ausencia de viento que caracterizaba esos momentos, no hacían mas que resaltar el sonido que brotaba del paso de su barcaza entre los juncos color esmeralda que cada tanto pareciera se corrían para regalarle la visión de un mar brillante y plateado que ni en el mejor de los sueños uno pudiese imaginar.  Esas noches las compartía con los muchos pájaros noctámbulos que sin acercarse en demasía, lo vigilaban y lo protegían de los peligros de la noche allí.  Esa era la zona de la Malaya, una serpiente que solía salir a comer de noche, y agarraba desprevenidos a los lagartos, a los que podía engullir con un solo bocado.  De todas maneras Javito confiaba en la protección que le brindaba la Virgencita que colgaba de su cuello, regalo de su abuela Cata, en la única vez que la conoció -

El hombre hizo una pausa, tomó de un trago el café, acción que fue imitada por Gloria, aunque sin dejar de abrazar la taza con sus manos, tratando de aprehender hasta la última gota de calorcito.  Sobre la mesada aún estaban las bolsas con el pan y las verduras, y entre la cortina de tela a cuadros pequeños rojos y blancos, se colaban por momentos, rayos de sol que no hacían más que cambiar los tonos de los quietos colores que habitaban la cocina de la  pensión.

-  La luna de ese septiembre se presentó en el horizonte, majestuosa, espléndida como  nunca; vestida de ocasión para que esa fuese una noche única e inolvidable en los bañados.  El caballo pardo fue montado a pelo, como siempre, y el galope fue un poco más rápido, intentando llegar antes de que el monte de álamos fuese superado en altura por la protagonista de la noche.  Pero esa noche no fue como otras, el agua se movía bastante, los juncos se agachaban para aquí y para allá, y los pájaros en bandada cruzaban a gran velocidad, gritando, presagiando.  La luna llena por momentos no era tal, y cambiaba de formas constantemente, quedando a merced de los oscuros nubarrones que llegaban desde el sur.  Una vez mas, la lluvia de septiembre, imprevisible e incesante, todo lo cubrió.   Me despertaron los relámpagos y los estampidos en el cielo, y de inmediato salí a buscarlo a caballo.  No había claridad, la tormenta se la había devorado y apenas distinguía los grupos de juncos que siempre evitaba atravesar.  Esperaba un milagro.  Crucé varias veces en la noche por los pasos que conocíamos de memoria, pero no lo encontré.  Amaneció.  La lluvia comenzó a ser mas cruel y decidí volver, ya que tampoco vi al pardo.  Quién sabe si no volvió y nos cruzamos.  Al llegar al rancho cobijé al caballo junto a los otros, pero faltaba uno.  Entré y sobre la  mesa, la Virgencita estaba ahí arriba; su fiel compañera esa noche había decidido quedarse.  Esas tormentas podían durar semanas, pero en esa ocasión, durante la mañana dejó de llover, y el cielo comenzó a despejarse rápidamente, dándole paso al sol para que pudiese secar tanta lluvia caída durante la noche.  Me despertó un gallo cantando de manera casi desesperada y el sol en la cara me hizo cerrar rápidamente los ojos.  Nuevamente pegué un salto y corriendo traje a mi caballo quien aún estaba mojado.  A todo galope nos fuimos derecho hacia el bañado.  De lejos vimos que algo había cambiado, el agua ya no se podía ver y el verde no era el oscuro de los juncos, sino más amable como el de los pastos frescos como los que busca el ganado.  El bañado ya no estaba.  Hice esas cuatro o cinco leguas y llegué al río, que mostraba sus veras quietas con flores de manzanillas de a ratos.  Recorrí la zona, una y otra vez, y entendí que como en un sueño, todo se había terminado: Las crecidas del río, las noches de luna llena y Javito.  Volví a paso cansino, y durante el camino de vuelta varios pájaros nos iban acompañando, a mi caballo y a mi alma, protegiéndonos de los peligros que pudiesen surgir por entonces.  Al llegar, me colgué del cuello la cuerda fina que enlazaba a la Virgencita, esta que aún conservo aquí, y que prometí sería mi compañera por toda la eternidad -

Gloria pensó que ameritaba tomar otro café y se incorporó para encender  nuevamente la cafetera y calentar lo poco que quedaba en la jarra de vidrio.  Casi de inmediato, quitó la jarra y al darse vuelta notó que sólo ella estaba allí, y que sobre la mesa estaban las dos tazas, una vacía, con algo de borra del café colombiano y otra llena, con un café ya frío de tanto esperar.

Continuará


Riqui de Ituzaingó



Comentarios

  1. 👏👏👏👏👏Muy atrapador el relato... Espero la continuación del mismo. Ana Lidia Pagani.

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  2. Buenísimo! Yo también espero el próximo!👏👏

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