Ando medio fiaca para escribir, entonces me puse a busar algunas cosas que tenía escritas por ahí. Encontré esta, de hace chiquicientos años, que refleja que por entonces, era más la frescura que el vuelo literario, lo que me salía. Espero les guste
Carlitos, se la pasó gran parte de sus ocho años caminando. Las distancias en el campo son largas, todo queda más allá de dónde los ojos alcanzan a ver.
La escuela era su único vínculo con el mundo, ese que estaría cerca de dónde sale el sol. Ahí su Maestro, Don Quique, pasaba el ratito en el que repartían la comida, contándoles esas historias de pantalones cortos, cuando tenía flequillo como ellos. Los alimentaba por la panza y por las orejas.
Y tomando un jarro de sopa, conoció porqué la bandera se confundía con las ovejitas que caminan por el cielo.
Supo que tenía un país y que había gente que trabajaba para que él estuviese bien. En realidad esta parte no la entendió muy bien. Quizás cuando sea más grande lo pensaría mejor.
Vió una foto de su Maestro yendo a la escuela, y todos los chicos vestidos de blanco, y supo también que así se vestían en los colegios, porque somos todos iguales en este país, no hay diferencia más que el color del pelo. No quiso preguntar porqué, él se vestía apenas con lo que tenía.
Carlitos escuchaba atentamente, preguntaba poco. Es que seguramente por las tardes, mientras trabajaba ayudando a los grandes, pudiese recordar todas estas historias y soñar con ser protagonista de alguna de ellas.
Ese sábado, como todos los sábados, fue triste para él, ya que hasta el lunes no tendría que hacer la larguísima caminata para aprender de las cosas del cuaderno, y de las historias del Maestro.
Pero hubo una historia de Navidad, el día anterior. El Maestro les contó que cuando él era chico, alrededor de sus siete años, escribió una carta al Papá Noel de entonces y le pidió lo que él estuvo deseando durante todo ese año, lápices, acuarelas y témperas para poder dibujar por las tardes, al dejar de atender la tarea de cada día. Y hubo alegría, Papá Noel seguramente en su trineo, se acercó hasta la casa de Quique, y le dejó una cajita de madera con todo lo que él necesitaba para hacer que sus láminas sean tan bonitas como podía imaginarse.
La tarde del 24 Carlitos no hizo el camino de siempre, el de la vuelta de la escuela al galpón del Capataz. Se adentró más para el lado del río hacia el monte de las cotorras, ahí donde iba cuando faltaba el Maestro, a revoliarles cascotes, y tratar de bajarles algún nido. Recordó que había un eucalipto que era casi una insignia, estaba delante de todos un tanto distanciado, como para realzar su magnitud. Era muy alto, tan alto como importante, pensaba, y desde ahí abajo, tampoco podía ver dónde moría en el cielo la última de las hojas.
Quitó las ramas caídas de la tierra y con una de ellas, una de las que estaban aún verdes, comenzó a escribir, esperando que esa noche no hubiése lluvias, a pesar de los gritos que escuchaba en el galpón ".. con esta maldita seca terminamos otro año!".
Cuando comenzó a aclarar, ese día de Navidad, ni necesitó calzarse las zapatillas para empezar a correr hacia el eucalipto, tenía todo previsto desde la noche anterior. No le importó que ya hubiesen charcos de la lluvia que por entonces caía fuerte, ni tampoco el reto que seguramente iba a recibir por escaparse. Llegó a su árbol, miró hacia el cielo y creyó escuchar el arruyo de la voz su madre que le decía “Feliz Navidad”.
Pa'lloraaaa lpm
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