Dos caranchos miraban atentos desde arriba de uno de los arcos de la canchita, la quietud de esa mañana. Cada tanto sus chirridos cortaban el ulular de la ventisca que se escurría por entre los pasillos que separaban los edificios del barrio. Algún memorioso dijo no hace mucho que toda esta zona era un bañado donde jilgueros y cabecitas negras entre otros, eran los dueños del lugar, llenando de música esos días. Pero vino la autopista, luego a su vera el barrio, y los pocos pájaros que quisieron resistir la toma, fueros desalojados por el ensordecedor ruido de las máquinas viales y la tala de los pocos árboles del lugar, especialmente ligustros y paraísos. Esa tarde, cuando el viento aflojaba, un olor fétido se hacía presente, casi una marca registrada de este lado del barrio. Entre los pastos que brotaban desde la zanja se veían los restos de una bolsa de consorcio envolviendo un perro despanzurrado seguramente por los caranchos y las ratas, habitués del baldío, el qu...