En el horario de las 00.30, el tren solía venir casi vacío, era muy poca la gente que iba hacia la Capital. No se me ocurre quién. Laburantes, no creo. Quizás alguno que anduvo visitando parientes y lo invitaron a cenar, o vaya a saber quién más. Yo estaba dentro de la categoría vaya a saber quién más. En realidad esa noche quería aprovechar el boleto de ida y vuelta, y si no era este tren, perdía toda oportunidad de viajar gratis.
Había subido bien adelante y me puse a caminar un poco, de vagón a vagón. No lo pensé en su momento pero es lógico, si el motivo del viaje era solamente viajar, había que buscar algo más que contar. Uno nunca sabe con quién puede encontrarse al bajar y qué preguntas puede recibir.
Algo que me llamó la atención es que los carteles de para fumar o no, negros y rojos, no estaban siguiendo un orden como cualquier hijo de vecino esperaría. Creo que el que dió las instrucciones para que se colocasen. no explicó que en cada coche, en sus puntas, debían estar los mismos carteles. y en el coche siguiente, dos del otro color. En fin.
Vi a lo largo de la formación, tres vendedores ambulantes, ya fuera de servicio por la falta de posibles compradores a esa hora.
Uno vendía bebidas. Lo saqué por esa conservadora metálica, con correa larga para colgarse del cuello, y el destapador atado con un piolín.
Otro sería una especie de mercachifle suburbano. Tenía una caja de cartón, y en ella pude identificar: ballenitas, lapiceras tipo 303, y por supuesto sus correspondientes cartuchos. Porta documentos y billeteras de plástico con olor, de no muy buena calidad (a deducir por el tufillo que largaban). Agujas, alfileres e hilo. Y creo que también llevaba esos libritos para pintar. Su vendedor, apoyando unos de sus pies en una de las cajas cerradas, fumaba un pucho, y según lo que expresaba su cara, no había tenido un buen día de ventas.
Y por último, ya varios vagones atrás. uno que vendía cordones, de zapatos y zapatillas, unas botellitas de cierto limpiador de cuero, de esas que tienen una esponjita arriba, y unos ovillos de hilo, como los que se usan para los barriletes. No sé qué tenía que ver ese hilo, pero ahí estaba.
Ninguno de los tres se percató de mi presencia, cada uno estaba inmerso en su propia noche, y no daba para ponerme a charlar y esas cosas que se hacen en esos momentos.
El coche siguiente era el furgón. Un lugar que siempre me resultó cómodo, quién sabe porqué. Durante el día está lleno, no sólo de gente, sino también de bicicletas, paquetes y lo que a uno se le pueda ocurrir. Pero para mi tenía siempre un encanto particular, y creo que una de las cosas que me gustaba era escuchar las charlas que ahí se daban, y no en el resto del tren. Entré y pude ver a cuatro personajes, sentados sobre esos pequeños banquitos de chapa que había al lado de las puertas (yo le digo banquitos porque es la única utilidad que le encontré a esos cajoncitos hechos con la misma chapa del piso, esa que no era lisa sino que tenía como unas vainillitas del mismo material, supongo que para que los pasajeros no se resbalen). Los tipos estaban en silencio, mirando la nada, con la expresión esa de la gente que comparte un viaje en ascensor. Me quedé, en la otra punta, como para no molestar. Faltaba un rato largo para llegar a destino y posiblemente pasara algo allí.
- Ahí, justo ahí, estaba el Cine Teatro. Si habré visto artistas en ese lugar!. Ahora son principiantes que con un poco de publicidad se creen que son el mismísimo Carlos Gardel. - El mayor de los cuatro rompió el silencio, aunque tuve que esforzarme para escuchar lo que parecía un susurro. Quizás su copioso bigote negro retenía parte de sus palabras, o por lo menos, les bajaba el volumen.
No hubo respuesta por parte de los compañeros del furgón, ni siquiera un gesto que indicara al menos, que lo estaban oyendo.
- Cuando era un mozo venía los martes a la tardecita y me metía sin pagar. Durante mucho tiempo, arriba del escenario estaba Carlos de la Serra, un guitarrista al que le faltaba una mano. La izquierda. La había perdido de un faconazo que no pudo atajar con su poncho. en el boliche de los García. Tuvo que cambiar la manera de tocar, sólo con la derecha. La velocidad que tenía ese hombre! Tocaba una cuerda sobre la boca de su guitarra y antes de que suene la nota, ya estaba apretando ahí sobre el diapasón. Qué artista!. Después lo perdí de vista. - El tipo este, se acomodó la gorra y pasó una de sus manos por el cuello, como templando con un pequeño masaje, su voz. Hizo la pausa y quedó listo para seguir, si fuese necesario.
- Ajá. - A su lado, otro tipo dió la señal necesaria como para que un diálogo se iniciase. Flaco, de pelo rubio pero no tanto, rizado, vestía camisa y pantalón beige, como suele usar la gente de maestranza de los edificios. - Supe de ese músico, alumno de Casimiro Iglesias, contemporáneo del mismísimo Corsini. Nunca tocó un instrumento, pero componía silbando. Él, junto a Ágata, una calandria que paró mucho tiempo en una casuarina que tenía en el fondo. Casimiro tiraba un compás y el ave, a veces lo corregía, y otras le agregaba notas. Cuántos tangos habrán escrito esos dos. La Cumparsita ...
- Mire Usté el animalito! - Enfrente de ellos, uno de saco y pantalón gris, bastante baqueteado por lo visto, metió su bocadillo, prendió un cigarrillo negro, pitó fuerte, y mientras dejaba que saliera el humo, acotó:
- Mataderos. Ahí si que los cuchillos se chocaban cada dos por tres!. Percantas, batidas y la Cosa, eran las excusas para que cada medianoche se iluminase con el reflejo y los chispazos que se veían por ahí, en la vieja calle De los Viajantes. Estos malevos, allá por el diez, comenzaron a llamar a estos cruces de acero, Milojas, en alusión a los filos que se revoliaban cada noche en el barrio. Y un tal De la Astiya, dueño de un organito, vociferaba en cada esquina "llega la milonja", a veces decía "escuchen la miljonga". Y los que vageban por ahi se arrimaban al escuchar el chasquido de los filos que como llamador hacía sonar De la Astiya. Y cuando los oyentes se acercaban, la manivela empezaba a girar y la milonga le ponía música a los bailes que intentaban los compadritos del lugar. Mataderos! -
El cuarto de los tipos estos, no hacía más que doblar y desdoblar las hojas de un ejemplar de La Razón. Cuando solamente se escuchaba el traquetear del tren sobre las antiguas vías del Sarmiento, se notaba que los tres esperaban la intervención de ese que aún no hacía conocer su voz. Yo también estaba ansioso esperando. Este tipo, que manejaba los tiempos con una tranquilidad de un monje tibetano, dobló en cuatro el diario, y lo puso dentro de su saco. Metió la mano en el bolsillo de su saco, para sacar una bolsita, con algo que tiempo más tarde reconocí como gofio. Puso un puñado en su boca, y de manera no muy clara dijo: - A esas orillas llegaban las vacas, arriadas por gauchos de ley. Hombres toscos que cuando caía la tarde paraban en los boliches del camino y mientras le daban a la giniebra, se trenzaban en interminables payadas, hasta que uno caía de sueño, y ahí le robaban facón, pesos fuertes y caballo. Me contó un tal Aparicio Guitierrez, que cierta vez amaneció en el boliche del Monte, sin pertenencias, sin caballo y con las reses esparramadas por áhi. Ni alpargatas le habían dejau! Con dos arpiyeras de botas, encaró por la tierra, con un perro que decidió formar parte de la dificil cuestión de recuperar lo perdido esa noche. - Sin levantar la vista, sacudió el diario que tenía algunos restos de su ingesta. Pero en realidad creo que fue como toser, como para hacer una pausa. La tos en ese momento se veía complicada, porque aún no había terminado de tragar lo poco que quedaba en su boca. - En fin. - dijo, como desentendiéndose del relato. Esperó casi una eternidad y al recoger ese silencio prolongado de atención, continuó:
- Con ese animal de compañía, juntó todas las vacas, las que se quedaron a un costado del boliche, con el perro como único responsable de que no se fueran. Encaró pal lado del camino, ese que llevaba al otro pueblo, pero ni miras de caballos, paisanos y menos que menos ganado pastando, señal que alguno lo iría a buscar. Cruzó los campos, buscando, entró en el otro camino, el que casi ya no se usaba, y ni tenía huella, ni nada. Con el sol pegándole fuerte en su cabeza, volvió al camino principal, y se puso a pensar: cómo llevar todo ese ganado por lo menos hasta el pueblo de Anunciación. Se sentó sobre una piedra y se puso a silbar una huella, su favorita, esa con la que hacía gala de su voz potente en los boliches cuando había guitarreada. Unos chimangos vinieron y se pararon sobre el alambrado para escuchar al paisano, y una pareja de teros a los gritos se escuchaba que querían sumarse. Se dió vuelta ante tanto griterío y a lo lejos, todo el ganado venía a su encuentro con el perro blanquito mostrándoles el camino. El Aparicio silbó más fuerte y encaró por el camino de tierra que lo llevaría a Anunciación, seguido del perro y una fila interminable de vacas.-
Sentí la bocina del tren que aminoraba la marcha al llegar a Once. Miré el reloj, más de la una, y pensé: ya no habría cómo volver hasta las cuatro y pico. Levanté la mirada, quise volver a meterme en el mundo de estos cuatro personajes, pero estaba solo en el coche furgón. Me arrimé a la puerta que daba al coche anterior, y ni noticias de ellos. Me paré al lado de la puerta que abriría sobre el andén 1, y levanté del piso el ejemplar de La Razón, prolijamente doblado en cuatro. Lo iba a necesitar, tenía unas horas por delante hasta pegar la vuelta a casa.
Riqui de Ituzaingó
Me parece que ese muchacho se quedó dormido en el furgón y soñó todo eso, el diario lo llevaba Él y se le cayó mientras dormía 🤭🤭🤭 Ana Lidia Pagani
ResponderBorrarDespués de no se cuantos años me hiciste acordar de las lapiceras 303😃
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