En el último día de diciembre, esta zona de Buenos Aires, recibía una lluvia de papelitos, desde casi todas las ventanas de los edificios de oficinas. Era momento de limpiar archivos, cerrar proyectos que nunca se harían, y por sobre todas las cosas, hacerle saber a la ciudad toda, que otro año lleno de energías estaba a punto de iniciarse. Desde la plaza donde muere la avenida, cada vez que los semáforos se iluminaban de verde, los taxis y los colectivos (raro ver un auto particular un treinta y uno) hacían olas sobre ambas veredas, como si el canaval se hubiese adelantado y las fachadas de los edificios debieran cubrirse de papel picado. Habrán pasado treinta o cuarenta años, y los oficinistas más viejos, hoy ya jubilados, les cuentan a sus nietos de las cascadas de hojas oficio partidas en seis u ocho, y de las serpentinas que volaban desde lo alto, dejando atrás infinitos totales y sub totales que fueron armando los balances del año que se estaba yendo. Los días qu...