En el último día de diciembre, esta zona de Buenos Aires, recibía una lluvia de papelitos, desde casi todas las ventanas de los edificios de oficinas. Era momento de limpiar archivos, cerrar proyectos que nunca se harían, y por sobre todas las cosas, hacerle saber a la ciudad toda, que otro año lleno de energías estaba a punto de iniciarse. Desde la plaza donde muere la avenida, cada vez que los semáforos se iluminaban de verde, los taxis y los colectivos (raro ver un auto particular un treinta y uno) hacían olas sobre ambas veredas, como si el canaval se hubiese adelantado y las fachadas de los edificios debieran cubrirse de papel picado.
Habrán pasado treinta o cuarenta años, y los oficinistas más viejos, hoy ya jubilados, les cuentan a sus nietos de las cascadas de hojas oficio partidas en seis u ocho, y de las serpentinas que volaban desde lo alto, dejando atrás infinitos totales y sub totales que fueron armando los balances del año que se estaba yendo.
Los días que corren son escasos en papel. Los diarios no se compran, las máquinas registradoras fueron reemplazadas por el excel. Las hojas con columnas para diario, mayor y balance, ya son un recuerdo, y por ende los archivos dejaron de ser esas enormes piezas con laberintos de cajas y de biblioratos. Y si hubiere papeles que tirar, se juntan en bolsa y se entregan en el punto de reciclado.
La avenida ya está cubierta de luces, y del atardecer ya no quedan rastros. Las de los carteles que iluminan los frentes de los locales que volverán a abrir en dos días. Las de los faroles de neón, o mercurio, nunca supe diferenciarlas, y que juegan con las hojas de los plátanos, a encenderse y a ocultarse, según se le de la gana al vientito que viene del río. Las de los semáforos, los únicos que ni se dieron por enterado de que en un par de horas las sirenas de los barcos anunciarán que ya es tiempo de cambiar el almanaque por otro nuevo.
Los almanaques!. Otra especie que está en vías de extinción. Los que recuerdo eran esos grandotes que arriba tenían un borde de chapa, con el correspondiente agujerito para colgarlo del clavito siempre a punto de caerse. Los más pitucos tenían doce láminas, con paisajes, y debajo de ellas uno de los doce meses del año. Los menos, tenían una sola hoja, a veces con un dibijo o foto, en el mejor de los casos, o sino con la publicidad del negocio que lo regalaba. Y abajo, las doce hojitas con los meses, que se iban arrancando a medida que el año transcurría. Los negocios más chiquitos, como ser los quioscos, te regalaban uno del tamaño de una tarjeta, que entraba perfecto en el portadocumentos, con una imagen de un lado y del reverso todo el calendario completo. Hoy a mis sesenta y pico, pienso que no sería fácil ver si el tres de abril caía jueves o viernes. Creo que esa fue una de las principales razones por las que se dejaron de entregar. Con el tiempo vino la modernidad y aparecieron los que se pegaban con imán en las heladeras, y en los escritorios de las oficinas irrumpieron unos con forma de techito a dos aguas, de plástico duro, casi siempre regalo del Estudio Contable o de los Abogados.
¿En qué estaba? Ahh, si si, me fuí ...
Y a esta hora el que se para en el medio de la avenida, puede ver a lo lejos las luces de algún taxi, y quizás un colectivo, dándo la última vuelta hasta retomar servicio, la primera mañana del año siguiente.
Orlando se queda mirando cómo se va aquietando esta parte de la ciudad, ya de noche y, al terminar su cigarrillo, entra al edificio que reza en su chapa 1359. Toma el manojo de llaves que quedó sobre el mueble contiguo a la puerta de la portería, y comenzando por la Planta Baja, va chequeando uno a uno los departamentos que hacen las veces de oficinas, verificando que estuviese todo en orden, sin luces encendidas, y con las puertas cerradas con llave. Así los siete pisos, todo en orden por suerte. El hall del último piso tiene una pequeña ventana que hace las veces de mirador, mostrando en toda su magnitud la plaza que está en la cabecera de la avenida. Con la ventana abierta y una pequeña brisa en la cara, se queda mirando esa postal única, que tranquilamente podría estar en uno de esos almanaques pitucos de otrora.
Llama el ascensor, sin evitaer levantarle brillo con la franela a la chapa de bronc que contiene el botón de llamado. A través de la puerta de rejas ve cómo corren las correas que desde hace una infinidad de años mueven este ascensor, el indicado para aquellos que tienen miedo a estar completamente encerrados. Abre la puerta sin esfuerzo, está impecablemente mantenida por los amigos de Gonce SA (después de tantos años es imposible no generar una amistad). Apreta la tecla negra PB, y cierra la puerta. Mira su reloj, pasadas las nueve. - Estmos un poco justos con el horario - dice para sí. Comienza a bajar y de a una van apareciendo los números de los pisos debajo de las puertas. Seis, cinco, cuatro...
Todo se apagó. Todo se detuvo. Allá a lo lejos, casi imperceptible se escucha el motor de un colectivo.
Orlando apreta el botón rojo de emergencia, y un timbre se escucha allá abajo, en la portería, dónde generalmente está él.
- ¿HAY ALGUIEN POR AHÍ? - Un grito sin demasiada esperanza. Hace pocos minutos, piso por piso estuvo revisando que no haya quedado nadie en el edificio. Tantea sus bolsillos buscando el celular, ese que seguramente está arriba de la mesa, junto a la billetera y las llaves del auto.
La noche no es de las mejores para quedarse a oscuras en un ascensor. Se anunciaban lluvias para después de las doce, y eso explica porqué no hay claridad de luna, estrellas o lo que sea. Solamente por allá abajo entre la planta baja y el primer piso, debería colarse algo de luz del alumbrado público. Pero no es más que una suposición; ahí dentro, la oscuridad es casi absoluta. Es que pednsandolo bien, lo más probable es que el corte sea general, no sólo en este edificio.
Los ascensores de esa época tienen una traba allá arriba, la que desbloquea la puerta para que pudiese ser abierta en situaciones de emergencia. Sinceramente él nunca se había preocupado por haber hecho la prueba y poder enseñarle este truquito a los que cada día usaban innumerables veces este elevador. - Alguna vez tiene que ser la primera. - El encargado teniendo como referencia la botonera que está a la izquierda de la puerta, va directo arriba a la derecha, sin encontrar nada que se pareciera a un seguro. Baja por ese borde derecho, encontrando las bisagras o como se llamen, pero sin nada que destrabe. Vuelve arriba y lleva su mano hacia la izquierda por la corredera, hasta llegar al comienzo de la puerta. Nada. Baja rápidamente por el lado de la botonera, ya visiblemente nervioso sin encontrar eso que tanto necesitaba hallar. - La puta madre con esta puerta de mierda! - coronando esos dichos con dos patadas de impotencia contra la puerta. Esta se movió más de lo esperado, lo que llamó la atención de Orlando. Con cierta cautela toma el asa de apertura haciendo el movimiento hacia la derecha. La puerta se abre, no fácilmente debido a las patadas recibidas que seguro la deformaron, pero más de la mitad de su recorrido se desplazó. Apoyando sus manos por fuera, nota que no hay más que una pared. Es que se detuvo entre los pisos dos y tres, justo en el medio de ambos. Allá arriba aparecía el piso del tercero, pero el hueco que se formaba entre él y la corredera de la puerta eran unos pocos centímetros. Imposible poder salir por ahí. En las películas que tienen escenas similares, el techo del ascensor siempre se puede mover, correr, sacar y ofrecer una vía de escape. Esto recuerda Orlando pero el techo es muy alto, sin posibilidades de llegar sin subirse a algo que le de la altura suficiente. Intenta trepar por el enrejado, pero de inmediato se da cuenta que su rutina diaria no incluyó los últimos treinta años, fortalecimiento de brazos y de piernas, algo que en este momento es importante. Solamente consigue que una de sus manos se lastime con uno de los bordes de la reja y comience a sangrar. Con impotencia se sienta en el piso con sus rodillas haciendo cuclillas y sus brazos abrazando las piernas.
- No sé qué hago acá. - murmura mientras trata que sus ojos se adapten a la oscuridad, esperando que su entorno se aclare algo. No mucho, pero una de las rejas laterales comienza a vislumbrarse ante su mirada. Su mano derecha le arde, y se da cuenta que algo serio está pasando. Una de sus piernas comienza a mojarse. Junta sus manos, y si, la sangre sigue corriendo. Se quita la camisa, envuelve todo el brazo y trata de anudar con ambas mangas, intentando que la cosa no se complique.
Algo rompe el silencio de esa noche ahí dentro. Hasta recién solamente se escuchaba cada tanto el paso de algún vehículo, los últimos del año. Los escalones de madera comienzan a avisar que no está solo. Ahí arriba, en el piso del tercero, o donde se suponía que está, dos brillitos le apuntan. Orlando mira y dos más se suman, y otros tantos, quebrando la negrura de la escena. Se oyen chasquidos o algunas cosas que raspan el metal de las rejas. Esas pequeñas luces como luciérmagas, de a poco lo van cubriendo todo. Orlando decide cerrar sus ojos, y desde la hondura de sus entrañas pega un grito que queda retumbando por largo rato en la inmensidad del edificio de oficinas.
Las sirenas de los barcos comienzan a inundar la noche, la que aún espera esa lluvia renovadora. Una bengala no para de trepar el cielo, dándole un poco de luz al año que se inicia.
El primer lunes de enero sacude la modorra de la ciudad, dándole un poco de bocinas, frenadas y puertas de taxis que se abren y se cierran. Las oficinas de a poco se van abriendo, aunque por acá hay muchos abogados que se piantan hasta vaya a saber cuándo.
- Buen día, buen día! -
- Buen día. ¿Usted es el nuevo encargado? - preguntó una de las dos chicas que lucen prolijísimas camisas recién sacadas de la tienda de moda.
- Mi nombre es Jaime. Y cada mañana me verán limpiando la vereda y dejando todo prolijo por acá. El 31 se le terminó el contrato a Don Julio, y yo vengo a reemplazarlo. Igual ya me habrán visto, muchas veces venía a ayudarlo.
- Pero, ¿y Orlando?
Jaime la mira con cara de sorpresa. - ¿Orlado?. ¿Comocés la historia?.
- ¿Qué historia?
- Cuando se estaba construyendo este edificio hace más de cien años, merodeaba por la obra un linyera que se acercaba a la hora que paraban para comer, y los obreros siempre lo echaban. Y él se iba gritando - Mala gente que son! Nunca los voy a dejar en paz!.
- ¿Y qué pasó con el linyera? - preguntó una de las chicas.
- Dicen que antes de la inauguración del edificio, se cayó por el hueco del ascensor. Se llamaba Orlando.
Riqui de Ituzaingó
Puaaa! Que final!
ResponderBorrarFeliz año nuevo!
La verdad me saco el sombrero ante tu imaginación 👏👏👏👏👏 Ana Lidia Pagani
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