Mi barrio apenas tenía unas manzanas, nos encerraba la ruta de aquel lado y la Base de este otro, y quizás por ser chicos no nos íbamos muy lejos; eso definía el barrio. Además de esos límites naturales, si hacía una cuadra, cruzaba Arena y ya estábamos en el Barrio Seré, y pal otro lado, no se muy bien a cuántas calles, estaba el Barrio Santa Rosa. O sea que yo vivía en una zona fronteriza, sin un barrio definido, casi podría decirse que teníamos algunos problemas de identidad barrial.
Teníamos kiosco, almacén y Escuela, la 50. Y en la periferia, bicicletería, ferretería, y panadería. Algún tayer, tiendita y seguramente verdulería. Con esto cubríamos gran parte de las necesidades básicas de entonces. Pero, no había ni canchita ni club.
El tema del fóbal lo resolvíamos jugando sobre la calle de tierra que bordeaba la Base, o sino pateando sobre los frentes de las casas, usando los paraísos como postes de nuestros arcos.
Club no teníamos, lo más cerca era una sociedad de Fomento que estaba yendo como para Castelar, con cancha de cemento de esas que tenían marcados en el piso, los límites del básquet, el volley y alguna versión reducida del fóbal, aunque mucha bola no se le daba porque siempre estaban despintadas.
Cada dos por tres, a las siesta agarraba mi bici, y me iba a lo de mi primo Alfonsito, el primer hincha de Huracán que conocí. Ahora pienso que entre otras cosas me atraía que vivía en Barrio Marina, a dos cuadras del Club Marina, un privilegio.
De la casa de mis primos, Alfonsito y Claudia, recuerdo que yo vi todo el proceso de construcción. El encargado fue mi tío Alfonso, que la hizo solo de punta a punta. Por suerte la llegué a ver terminada, en los noventa alguna vez que fuí a buscar a mi tío. En el fondo había una pileta de material, no una piscina, entiéndase bien, a la que no le hacíamos mucho honor; nosotros éramos mas de andar por la tierra que por el agua. Y enfrente de su casa, había un terreno que no era baldío porque el pasto estaba siempre impecable, que obviamente era nuestro estadio y nos pasábamos tardes enteras pateando la de cuero. El único problema era que en el diome había una pequeña construcción como si fuese un mini galponcito, que entorpecía el normal desarrollo de los encuentros, porque siempre llegaba el momento en el que uno de los dos, se ponía con la pelota del otro lado de la "casita" como la llamábamos, y andá a quitarle la pelota. Y llegada esa situación era irremediable el final del encuentro, y casi siempre coincidía con el llamado de la tía Élida para tomar la leche, con esos bizcochuelos tremendos que siempre hacía, de limón o de naranja.
Cuando bajaba el sol o cuando se pinchaba la pelota, nos íbamos por ahí, y casi siempre, a pedido mío, pasábamos por el club. Nada en especial tenía, la cancha como todos los clubes, pero con piso de baldosas no de cemento, buffet con salón y muchas mesas que se usaban algunas tardes para jugar a las cartas, al dominó y al ajedrez. Ahí aprendió a jugar mi primo a ese juego, y fue mi maestro en el arte de mover los trebejos. Esa sapiencia que incorporé en Barrio Marina la pude llevar a mi barrio y compartirla con los pibes, siempre manteniendo el crédito para con Alfonsito.
Era una tarde de verano, de insoportable calor y humedad, con el zumbido de las moscas que le ponían marco a esas siestas, como si te sugirieran, mejor andate a dormir, y no jodás más. Pero ni él ni yo nunca cedimos y sostuvimos las siestas, haga frío o calor, en el campo de batallas. Esa tarde buscamos el cajoncito de madera y nos fuimos al patio a armar el tablero. Blancas y negras, con la discusión de siempre de quién había arrancado la última partida. Superado ese momento volvimos la vista al tablero, prolijamente armado, y notamos que el alfíl de las negras tenía algo especial. Brillaba como si tuviese un barniz de esos que copiaban y reflejaban las luces
- Esa pieza no es del juego, se te perdió la otra? - le pregunté
- No, esta todo como lo guardamos el jueves
- Claudita no habrá estado tocando o tu papá?
- No, no, quién va a agarrar este cajoncito - insistió
Nos miramos haciendo los dos ese gesto de nada que uno a veces hace con la boca y volvimos la vista al tablero. El alfil se puso tornasolado y si uno movía la cabeza y buscaba otro ángulo para observarlo notaba como si fuese un holograma que escondía algunas figuras dentro suyo. Alfonso quiso levantarlo y al tocarlo, la pieza se puso negra, como siempre había sido
- Uyyy, la cagaste! - fue mi reclamo - Yo quería ver qué era...
- Esperemos - contestó mi primo con cara de resignación
Lo que no habíamos notado era lo que pasaba en la zona de las blancas. El caballo de la dama comenzó a tomar un color rosado en la cabeza y se iba transformando en celeste hacia la base. Nos quedamos mirando y de a poco esos colores iban moviéndose hacia arriba y hacia abajo, por momentos el rosado todo lo teñía, y en otros, predominaba el celeste.
Levanté la mano como si fuese a agarrarlo y Alfonsito me frenó con un ademán, y ahí nomás me hizo la seña de silencio, como si hubiese que evitar que cualquier ruido rompiese ese momento mágico. Las moscas seguían hinchando las pelotas, como ajenas a lo que estaba pasando.
El tablero era de esos que del otro lado tenían el del juego de damas, y se doblaban en dos partes para que entraran en las cajas. Ese tablero esa tarde se fue confundiendo con el alisado de cemento del patio, y los casilleros negros y amarillos se dibujaron en el piso, que no estaba muy parejo, pero vaya a saber porqué ninguna de las piezas se cayó. Uno de los perros, el blanquito vino con toda su paciencia y se echó al lado nuestro, apoyando el hocico sobre sus patas, y mirándonos, como si quisiese saber a qué se debía nuestra cara de no-se-qué. El negrito arrancó a ladrar a un cascarudo, sin llegar a conmoverlo, como si un ladrido de perro pudiese asustar a uno de esos bichos.
- Dale - le dije a mi primo, y con ciertos recaudos levantó el caballo y lo puso en una posición lógica para esa pieza
De mi lado, de las negras, otro de los caballos, de los míos se iluminó como antes el alfil y me dieron ganas de hacerlo jugar. Lo moví y dimos por iniciada la partida.
Era el turno de las blancas y uno de los peones se puso totalmente transparente; a través de él podía ver claramente el perro blanquito cómo se dormía o por lo menos intentaba hacerlo. Había que moverlo y así se hizo.
Cuando a mi me tocaba, vi la señal en otro peón, pero la desatendí y quise mover el caballo del Rey. Y no pude, estaba como pegado al piso. Tuve que seguir con el peón.
La partida se había vuelto lenta, en realidad no sabíamos qué era lo que nos pasaba pero jugábamos a ese juego que nos tenía atrapados por completo.
- Les estoy haciendo la leche, vengan- la voz de la tía cortó el monótono zumbido del mosquerío que a esta altura ya ni nos importaba.
- Si, terminamos enseguida. - dijimos casi al unísono, yo creo que para evitar que viniese al patio y que se deshiciese esa magia que nos envolvía.
Tras la voz de la tía, se escuchó la tele que se encendió, como todas las tardes, seguro que en Matiné de Canal Once, la música de todas nuestras meriendas.
Alfonsito miraba y miraba el tablero diezmado y no jugaba, y la voz de la tía insistía - vengan que ya serví, y miren, en la tele están jugando también al ajedrez, como ustedes.-
Con cara de resignación y resoplando, mi primo volteó el rey blanco y apenas escuché - Ganaste - Se paró y entró a la cocina. Yo miré el tablero, con el rey caído y acorralado por mis piezas negras, y lo seguí en busca del café con leche y el bizcochuelo de la tía. Al entrar, de la tele salían muchos aplausos y la voz de un Carrizo muy joven que decía - Spassky con las blancas no pudo sostener el acoso de las piezas negras del talentoso Fischer y abandonó la partida, lo que lo coloca en una posición casi irreversible para defender el campeonato
La tele mostró cómo se saludaban los jugadores, y la cámara se detuvo en la imagen del tablero con el Rey derribado acorralado por las piezas negras, la misma foto que yo dejé en el patio. Lo miré a mi primo y de un salto nos fuimos afuera a comprobar si era cierto lo que pensábamos. Pero no pudimos, el blanquito se había despertado de la siesta y caminó por arriba del tablero, volteando las pocas piezas que quedaban en pie.
- Chicos se les enfría la leche, vengan, después juntan las cosas...
Riqui de Ituzaingó
Me hiciste pasear x castellar,Marina,santa rosa,en fin en el tiempo bellísimo hermano
ResponderBorrarMuy lindo !!! Un viaje al pasado!!
ResponderBorrarQue lindo Riki, cuantos recuerdos de tu niñez y mi adolescencia, realmente somos afortunados en haber tenido la vida que tuvimos
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