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Las Teteras

En el bazar de la calle Alsina uno podía viajar a través del tiempo de acuerdo al pasillo que eligiese.  Los memoriosos comentan que sus dueños, una pareja de españoles de Cádiz, habían llegado a medidos del siglo pasado, y una vez instalados, abrieron lo que más adelante se llamaría Ramos Generales, y ya entrado los setenta, simplemente bazar Alsina.  Según puede verse en un par de fotos que ilustran la pared que se ubica detrás de la caja, no hubo grandes cambios respecto de lo que los españoles tenían allá por los años cincuenta.  Eso si, a diferencia de lo que sucede habitualmente con los negocios que perduran a través de los años, el Bazar Alsina era una visita obligada para aquellos que anduviesen por esta parte de la ciudad.  Todo relucía como si hubiese sido colocado en su lugar en estos días, tanto su estructura edilicia, como la decoración del local, y ni que hablar de la mercadería que se exhibía para la venta.

El piso damero que religiosamente cada mañana se repasaba con aserrín y querosén, resistía el paso del tiempo, dándole luz a los mostradores de madera oscura lustrada al color del chocolate de taza, y con herrajes de bronce.  Las puertas y ventanas se destacaban por la imponente mixtura que se lograba con el hierro empavonado y los vidrios esmerilados de leves tonos ámbar.  Difícil era describir sus paredes porque en su mayoría estaban revestidas de estantes de hierro y cedro, y en otras menos, dando testimonio de la historia del lugar sosteniendo decenas de fotos en distintos matices sepia, según hayan pasado las décadas.

Esa mañana de julio se hacía típica de esa época del año, manifestándose en el vapor que brotaba de la pava que hervía sobre el calentador y que de a poco intentaría empañar  los vidrios que miraban hacia la desolada calle Alsina.

-  Permiso y buen día - Un hombre muy flaco, de ancho bigote, un tanto desprolijo a una primera mirada, con gamulán de no menos de veinte o treinta temporadas, cerró con cuidado la pesada puerta de entrada, y pegó un vistazo general al local.  Don José que le daba una segunda ojeada al diario sobre el mostrador, levantó sus lentes y dirigiéndose a este cliente, le dijo:

-  ¿Puedo ayudarlo? -

Lito abriéndose su gamulán canela, hizo un además con su cabeza y comenzó a recorrer esos pasillos, atestados de tesoros para aquellos que supieran buscar y por supuesto, encontrar.  Cada tanto se detenía a observar por ejemplo platos decorados vaya a saber con qué técnica, pero que trasmitían una belleza particular.  O esos cubiertos quizás de alpaca con filigranas en sus empuñaduras, casi imperceptibles para la mayoría de los ojos de los mortales.

Pasó un rato y Don José comenzó a observarlo con un poco más de detenimiento, no quizás con preocupación pero si con intriga. Salió de atrás del mostrador y se acercó a una de las estanterías centrales.  -  Usted está buscando algo, si  me cuenta lo oriento -

-  Tiene razón, pero no se muy bien qué cosa, por eso busco -

-  No entiendo -

-  Si tiene un minuto le cuento -

-  Mientras no entre más gente, no tengo otra cosa que hacer, y con el frío que hace, se me ocurre que lo suyo debe ser por lo menos como para que le preste atención -

-  Tengo una atracción especial por los objetos viejos, yo creo que a medida que pasa el tiempo, se van cargando de la energía de todo lo que los rodea, y quién le dice que sean ellos los que nos trasmitan algún día historias, vivencias, en fin, las cosas de la vida.  Y esa búsqueda me lleva a cada vez que puedo, subirme a mi moto (por supuesto que un modelo viejo que ya no se fabrica hace décadas) y salir a la ruta.  Siempre algo encuentro. -   Don José le arrimó una silla y ambos se sentaron, la cosa venía para largo.

-  Hace unos años, en el pueblo de Alsina, me crucé con un viejo que trabajaba la cerámica.  Estaba sentado en una silla de paja cerca de uno de esos puestos de artesanos que suele haber los fines de semana en las plazas.  Un hombre muy grande, con manos ajadas y que apenas podían sostener el mate de calabacita.  Serafín dijo llamarse.  De voz pausada y apenas perceptible, como obligando a quien lo escuchara a que tuviese toda la atención puesta en su relato.  Me contó su relación con los cacharros, la técnica que había aprendido en un pueblo de alfareros de Bolivia y que su trabajo siempre debía de cumplir una misión.  Así me contó varias historias como la de la jarra que modeló para darle de beber a un ternero guacho, o la del mortero con seis cavidades que un Chamán usaba para preparar brebajes que curarían los males del corazón.  Pero antes de irme me dijo que había un trabajo que no había podido terminar y que no quería que sus ojos se cerraran sin la tranquilidad de que esa misión se hubiese cumplido.  Una madre que había sido despojadas de sus tres hijos en su juventud escuchó una vez la historia de las tres teteras.  Vaya a saber dónde una mujer quería juntar nuevamente a sus hijas, a las que había dejado abandonadas al nacer.  Consiguió una tetera blanca y cada  atardecer preparaba un te con pétalos de jazmín que ella misma había plantado para no olvidar a su hija que llevaba el  nombre de esa planta.  Y lo servía en una taza que dejaba sobre una pequeña mesa de madera que miraba hacia los cerros en el poniente.  Al año fue una rosa la que plantó, y ese también fue el color de la tetera que consiguió para continuar con el  rito de cada tarde.  Finalmente, un par de años después hubo de completar ese jardín una azucena de flor casi violácea, seguramente de gajos cercanos a lirios o lavandas.  Cuenta el relato que las hijas, cada una con su tetera, continuaron el rito para recordar a su madre. -

-  ¿Y entonces? - preguntó Don José

-  Esa madre fue a ver a Serafín, le contó la historia y le pidió que le fabricara tres teteras con ciertas características, con la seguridad que cuando los tres tes de distintas hierbas fuesen servidos, sus hijos la perdonarían y volverían con ella. -

La historia se interrumpió, las puertas del Bazar Alsina se abrieron y una señora con dos chicos de no mas de cuatro años pidió repuesto para un termo.  Una y otra vez reclamó a los chicos que se quedaran quietos, que no tocaran nada, cosa que por lo visto no estaba en los planes de los pequeños, más preocupados por sacarse esas enormes camperas que los abrigaban, que por otra cosa .  Don José buscó en el depósito, hizo el reemplazo correspondiente y con una sonrisa despidió a los chicos que seguían siendo retados, en este caso sin quedar muy claro porqué.

Se sentó nuevamente, tomó de al lado del diario la taza de café que debería estar helado y pidió continuación -  Me decía  que le hicieron un encargo a ...   a... -

-  Serafín.  Entregó la primera que había hecho pintar dibujos de unas hierbas que no recuerdo en este momento cuáles eran, y meses mas tarde entregó una completamente color caramelo.  Y ahí recrudecieron sus problemas en las manos, casi no podía mover los dedos sin sentir un dolor tremendo, y al ver que con el tiempo no mejoraba la cosa, habló con uno de los artesanos que trabajaban la cerámica en la Feria del pueblo para que lo ayudara a terminar lo que él llamaba su Misión.  

Todos los fines  de semana iba a ver a este artesano para pedirle novedades de su trabajo, y siempre recibía la misma respuesta, que no se preocupara que estaría listo pronto, pero que como se trataba de algo especial, requería una dedicación particular para no fallar.  Pero un domingo el artesano no abrió el puesto ni tampoco el fin de semana siguiente y por comentarios de otros puesteros se supo que había conseguido una oportunidad de trabajo en Perú o Ecuador. -

-  Y no se pudo concluir el trabajo y esa mujer no se reencontró con sus hijos -

-  Así es - Respondió LIto - Pero Serafín insistió que esa tercera tetera debería estar fabricada y que el destino seguramente la llevaría a Alsina y él, podría terminar sus días con la tranquilidad del deber cumplido -

-  Y usted está buscando en todos los bazares del país una tetera que masomenos se parezca a esa perdida y darle tranquilidad al viejo ese -

-  No, para nada -  dijo Lito - Yo venía caminando, había bajado del 39 en  la esquina y me llamó la atención las imponentes puertas del bazar.  Y entré, y me acordé de la historia de Serafín.  Quién sabe porqué -

-  Bueno, charló un rato, se sacó el frío y casi se liga un café, pero será la próxima, la cafetera está apagada -  dijo Don José señalando hacia el estante ubicado detrás de la caja, lugar de apoyo de la vajilla de uso en el bazar.

-  Esa!  Es esa! -  Lito pegó un salto y comenzó a reír y señalar al estante ese, donde también estaba la cafetera eléctrica

Don José lo miró con cara de y a este qué le pasa, y al ver que su entusiasmo no paraba le dijo:

-  Lamento decepcionarlo pero esa tetera es la última pieza que quedó sana del juego de loza que mi madre trajo desde Cádiz -   Y con un paño que tenía debajo del mostrador le quitó todo vestigio de polvo que pudiese rondar sobre ella.  De fondo marfil, tres o cuatro verdes diferentes la vestían con aires árabes, simulando esos trazos infinitos que son tan comunes en las alfombras y tapices de esa zona de España.  Pero lo llamativo era su asa, de bordes rectos, dándole un aspecto único.

-  Yo vi el boceto y es tan especial que no puedo olvidarla, y esos colores, y esos trazos, que imitan el paisaje de los campos de Alsina, cuando el viento sopla desde el sur, y arremolina todo  hasta que comienza la lluvia -

Hubo un silencio, los hombres apenas se miraban, como esperando que sea el otro el que dijese algo.

-  Levántela, seguramente debajo de ella haya una firma - Dijo Lito.  Don José lo hizo y unos trazos negros delineaban en una bonita letra A  EVA.

-  Es el nombre de la destinataria, Eva - dijo casi susurrando el hombre de bigotes importantes y gamulán.

-  Es el nombre de mi madre - replicó el dueño del Bazar Alsina.

Lito abrió los ojos con asombro, tosió un par de veces como para hacer algo, y mirando hacia la calle le dijo casi sin darle entonación: - ... y seguramente me va a contar que tiene dos hermanos que hace décadas que no los ve y que su madre ... -

-  ... siempre quiso que dejemos de estar peleados, pero por más que pasaron cincuenta años, las heridas siguen abiertas y el ardor no cesa -

Don José se quitó los lentes, con su mano resfregó sus ojos, y apretó el botón rojo de la cafetera.  Lito entendió que debía acompañar a este hombre que debería calzar ochenta años.  Esperó a que los dos pocillos se llenaran de un café con un aroma fuerte, y preguntó -  ¿ Su madre volvió a su tierra? -

-  Volvió con mis hermanos, quizás ellos la necesitaban.  Nunca más la vi. Pilar, mi esposa, también de Cádiz supo que descansa en un cementerio que hay sobre la ladera de un cerro, en las afueras de la ciudad -

-  Le agradezco el café.  Y vaya a despedirse, lo deben estar esperando -  Hizo un ademán con la cabeza, se cerró el gamulán y se fue.  La calle seguía tan fría y tan desolada como cuando había llegado, y por un momento no recordó porqué se había bajado del 39 en esa esquina, si tenía que ir como treinta cuadras más adelante.


Una tarde de otoño fresca y con alguna llovizna que no se animaba a hacerse presente, lo encontró a Don José subiendo por ese escarpado terreno, con una rosa en su mano, hasta llegar a donde se leía Sra Eva Juares Asin sobre una piedra caliza con sus bordes redondeados por el paso del viento que sopla desde el mar.  A un costado sobre la derecha se podía ver cómo subían con dificultad una pareja de ancianos, vestidos con ropas oscuras que resaltaban las flores que traían en sus manos, un jazmín casi nácar, y una azucena de tonos violáceos.


Riqui de Ituzaingó 


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