Religiosamente, como hace más de veinte años, Don Germán llegó a la puerta del boliche de San Martín y calle 3, pasaditas las 7. Apoyó la bicicleta sobre el poste verde del alumbrado público, se quitó los guantes de cuero, y sacó de entre sus ropas un manojo de 15 o 20 llaves, que a entender de quién escribe este relato, deben haber servido pata cerrar distintas etapas de su vida. Hoy con unas seis se arreglaría, dos para las puertas de su casa, una para el candado de Anacleta, esa que lo trae aquí cada día desde el ´83. Y las del boliche, una de la cadena de adelante, la Trabex de la puerta principal, y la del fondo. Las otras llaves, vaya a saber uno cuándo giraron por última vez.
Quitó la puerta de chapa, sacó los largueros, no sin antes pegarle un par de pataditas que no hacen más que deformar la chapa, y generarán a la madrugada una nueva puteada, ante la sonrisa escondida del barrendero de turno. - ¿Cuándo será el día que Juan o Luis se den cuenta que este boliche les va a quedar a ellos, y pueda dejar de lidiar con esta cortina de mierda?-
Se fue directo al mostrador, sobre el que fue tirando las llaves, el echarpe color canela, compañero fiel de los últimos inviernos y su saco de paño. Levantó una una a una las térmicas, abrió la llave de paso del gas, y encendió una hornalla con uno de los fósforos con los que cada día rellenaba la caja de Ranchera porque las que vienen ahora rompen las cabezas de las cerillas. La pava grande iniciaba su primera labor de la mañana.
Ya con las manos un poco más calientes gracias al fuego de la hornalla, volvió al salón para levantar la cortina y así dar por comenzada otra larga jornada en Lo de Germán. Pero a mitad de camino se detuvo al ver sobre la pared que daba a la calle 3, la persiana a medio cerrar de una de las ventanas, y sobre la mesa contigua, un hombre mayor, de unos setenta y pico de años, sentado y con sus brazos acodados esperando ser atendido. Varias fueron las preguntas que se le fueron viniendo a Don Germán; este hombre no era del pueblo, acá se conocían casi todos, y eran pocos los que se atrevían a desafiar el frío a las siete de la mañana de un día de julio. No lo había visto entrar, y tampoco fue demasiado el tiempo que se tomó con el rito de las siete y dos minutos como para haberse distraído tanto. Y por lo menos debía haber escuchado el chirrido infernal que hacen las persianas al levantarse, porque grasa, lo que se dice un engrase, no se hacía desde hace años. El último lo hizo el finadito Adelmar que Dios lo tenga en la Gloria, que cuando andaba escaso de monedas ofrecía sus servicios y su arte (según sus propias palabras) a cambio de poner en cero la libreta del fiado y tener crédito como para tomarse un trago sin culpas. Y no se planteó la posibilidad de haber dejado a medio cerrar esa cortina. Impensable para Don Germán.
Sin encontrar respuestas se fue hacia adelante, a donde estaba la cadena que levantaba la cortina del frente y silbando Aurora, comenzó a izarla hasta que la luz, tenue de esta hora, le daba otro brillo al piso con forma de damero. Abrió la puerta como para ventilar, hasta que se dió cuenta que en realidad no estaba haciendo otra cosa que dejar que entrara el frío. Algo no está bien, habrá pensado y la cerró. Esa puerta de doble hoja, construída en cedro, vaya a saber cuándo con enormes vidrios biselados. Esa puerta es uno de sus más preciados tesoros, la que cada febrero, cuando afloja el calor, le da una lijadita, y la cantidad de barniz suficiente para que quede casi un espejo. Y sentarse a esperar las caídas del sol del otoño para disfrutar de cómo el reflejo de los últimos destellos del atardecer se hagan cómplices con el caramelo del barniz y tiñan por completo cada rincón del boliche. Estos momentos son únicos y le dan a Don Germán la tranquilidad del deber cumplido.
Se acercó sin prisa a la mesa donde estaba el parroquiano, y antes de decir palabra, vio cómo recibía una intensa mirada de parte de este hombre mayor, quien sin levantar los codos de la mesa hizo un gesto con la palma de su mano, como pidiendo se detuviese cualquier acción o comentario por parte del dueño del boliche.
Si bien Don Germán era respetuoso de los humores y emociones de sus clientes, pensó que a esta altura del partido, y luego de yugarla desde hace tanto tiempo, no tenía que darle explicaciones de sus decisiones a nadie, y menos que menos a este personaje que se hacía el misterioso. Se fue al mostrador; de la vitrina de atrás tomó dos de esos vasitos en donde se sirve agua o soda para aligerar lo fuerte de los cafés, y llenándolos tres cuartos con ginebra, volvió a la mesa en cuestión. Arrimó una silla de una mesa contigua, se sentó medio de costado, sin mirar de frente al parroquiano, y acodándose sobre la fórmica verde, un tanto gastada, le dijo:
- Mire, si tiene algo pa´ decir, este es el momento. El diario aún no llegó, y la radio a esta hora no hace mas que pasar las noticias de siempre, que protestan por el precio de la nafta, que una moto chocó en la ruta, que el intendente quiere inaugurar algo... Y sabe qué, prefiero el silencio. O escuchar alguna buena historia -
El hombre de cara ajada, de bigotes algo canosos y otro tanto de color sepia, fruto de tantos años de café y tabaco, levantó su vaso de ginebra y lo tomó de una. Lo apoyó vacío en la mesa y con voz tenue y pausada dijo:
- Cada noche luego de un traguito, cerraba las ventanas, echaba al perro y me iba a la pieza del fondo. Encendía el sol de noche y me sentaba en la cama a escribir sobre una banqueta alta que me gustaba usarla de escritorio. Y escribía, cosas de mi vida, sinsabores, desencuentros, en fin, usté me entiende. Anoche me di cuenta que había llenado un cajón de manzanas con esas hojas que arrancaba del cuaderno, sin fechas ni razón alguna, pero que al completarlas me daban la tranquilidad que uno necesita para terminar otro día de vida. Algo de luz se colaba por la ventana todavía. Quise prender el sol de noche, pero ya no tenía más querosén. Me paré a cerrar la ventana, pero una ráfaga del viento del sur me sorprendió y remontó por los aires las historias escritas las últimas semanas, a mi entender. Me paré, sentí a lo lejos el aullido del perro que rara vez no andaba jodiendome los garrones. Salí al patio delantero, levanté mi mirada, y me detuve a ver cómo la luna, la pequeña luna en cuarto menguante desaparecía detrás de una nube de tormenta. Y ahí me quedé hasta que delante de mis ojos la oscuridad todo lo colmó. En ese instante entendí que era el final, que ya no había mas historias que escribir. Decidí irme. -
Don Germán imitó a su compañero ocasional de mesa y de un trago tomó su ginebra, mientras sentía cómo corría por su espalda un frío intenso, que calaba sus huesos.
Se paró, fue hasta el mostrador a buscar su echarpe de color canela, y al volver la mirada, vió que la mesa estaba apenas iluminada, ya que la cortina de la ventana que miraba a la calle tres permanecía cerrada por completo. Y solamente pudo ver sobre la fórmica verde un tanto gastada, dos vasitos de soda. Uno vacío. Otro lleno de ginebra.
Riqui de Ituzaingó
Ups!!!
ResponderBorrarOtro que se fue tranquilo, sabiendo que no había más quehaceres. Muy oportuno
ResponderBorrarMuy interesante... Me gustó como todas tus historias. Ana Lidia Pagani
ResponderBorrarQué bueno Ricardo!
ResponderBorrarHabía que esperar un tiempo para volver a leer tus maravillosas historas
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