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Páez y Los Mojones

Jamás se respetaba el horario de arribo del tren que venía con los diarios del día, y los sábados, las revistas de la semana que se publicaban a partir de los  martes.  Pero su llegada a la estación de tren era motivo más que suficiente para anunciar el comienzo del fin de semana, uno de los pocos hitos que hacían olvidar por unos instantes, la rutina de cada jornada.  Los que habitaban por ejemplo en La Cruz, descnsaban cuando la lluvia daba respiro, no solamente a la tierra, sino al ánimo de los peones que no le aflojaban mientras la claridad del día mojaba de luz hasta detrás de  los sembrados de maiz.  Los Mojones era un caserío, con la vivienda del Jefe de Estación,  y en menos de una legua a su alrededor, se veían un par de galpones, una plaza, o por lo menos un gran terreno sin yuyos altos,  centro de cualquier actividad al aire libre de la zona. Y desparramadas por ahí, las pocas casas que le daban vida a los Mojonenses.  

Allá por la curva que daban las vías, el motorman hacía sonar la bocina de la máquina, anunciando la llegada, en este caso con más de una hora de retraso. Parado en el estribo, un tipo sin equipaje, esperaba ansioso el arrime al  andén bajito, para pegar el salto y buscar un baño, letrina o similar, y poder  contiuar el viaje un tanto más liviano.  La marcha fue volviéndose cada vez más lenta, y al llegar al andén de cemento, era casi a paso de hombre.  Páez pegó el saltito y acomodándose el saco enfiló hacia las puertas de la sala de espera.  El Jefe de Estación que permanecía parado al final de la galería, saludó con un trapo verde a la formación, indicándole que no había pasajeros prestos a subir.  Desde uno de los vagones tiraron dos paquetes, uno con los diarios y otro con las revistas.  Y saludando con dos bocinazos, lamáquina aceleró la marcha,despidiendose hasta el viaje de vuelta, a Los Mojones.  

Páez salió arreglándose el  cinto de sus pantalones, y con sorpresa vió que su equipaje ya casi se perdía en el monte de álamos que perforaba el tren, rumbeando hacia la Capital.

-  ¿ Se olvidó de algo, Don? -  Márquez, Jefe de Estación desde hacía tres años, preguntó al único que pisaba el cemento que bordeaba las  vías.

-  Todo.  Bajé solamente por un momento -

-  Está en problemas, entonces.  Hasta dentro de una semana, no tenemos más noticias del Expreso. -   El Jefe de la Estación entró los dos paquetes, y encendió la radio.  Un buen momento para escuchar las regionales y porqué no, un poco de música.

La estación no difería de las del resto  del ramal.  Andén de hormigón casi al ras de las vías.  Una galería con techo de chapas y columnas de hierro pintadas de celeste, protegían del sol y la lluvia a los pasajeros.  Tres o cuatro bancos de tablitas de madera, de esos que suelen verse en las plazas, se disponían  levemente separados de la pared, quizás para que sea más fácil de  pasar el lampazo con aserrín y querosén.  La Oficina del Jefe, la Sala de Señoras, la Boletería, y un hall central con un par de baños, la cartelera con los horarios y novedades del ramal, y no mucho más que eso.

Páez tanteó los bolsillos de su saco, y suspiró con cierto alivio.  Reconoció en el interno,  la billetera.  En el derecho, los anteojos de leer.  En el izquierdo, la cajita de fósforos y un paquete de cigarrillos recién abierto.  Se sentó en uno de los bancos, encendió un cigarrillo, rubio por supuesto, y plantó su mirada en los vagones que estaban a no más de cicuenta metros, de esos que cargaban granos posiblemente.  Su visión comenzó a desvanecerse, al mismo tiempo que los vagones comenzaron a tomar color, un ocre brillante, que confundía a los rayos del sol, con sus propios destellos.  Una máquina totalmente negra, cuya opacidad no hacía más que resaltar la magnitud del hierro con la que fue construída, arrimó su cola e invitó a los tres o cuatro vagones a iniciar el viaje esperado.  El sonido inconfundible que daba por comenzado el viaje, se coronó con las espesas exhalaciones de su chimenea. Nubes vaya a saber metidas ahí dentro por quién, con prisa buscaban su casa, allá arriba en el  cielo.  Dos perros, quizás habitantes permanentes del lugar, uno a cada lado de las vías, escoltaban la formación, sentados y con  sus hocicos erguidos, señalando al norte, por si el conductor tuviese ciertas dudas.  Páez recordó que cuando calzaba pantalones cortos, soñaba con manejar una locomotora como esas, que veía en las películas, tan negras y tan enormes como esta.  A paso de hombre, se inició el desfile sobre ruedas, y él, sentado en la primera fila, como siempre intentaba hacer en el cine de su barrio, para ver las de cáuboy.  Una paloma posada sobre el mascarón, desafió la partida durante unos diez metros, hasta que decidió que el viento de frente no sería conveniente.  El silbato que habilitaba la partida, sonó tarde, ya las ruedas se movían con pereza, y se quejaban con chirridos que acompañaban el soplido del vapor, y al choque incesante de las cadenas que sujetaban cada tramo entre si.

-  Oiga Don, el cigarrillo!  Se va a quemar! -  Un chico, de no más de trece o catorce años, despertó de un grito a Páez, que de inmediato dió un salto, y sacudió su saco, que entre medio de la ceniza del  cigarrillo, ocultaba una quemadura del tamaño de una uva.

-  Me distraje mirando cómo salía el tren -

-  ¿Qué tren?  El Expreso pasó hace rato, pero no paró -

-  El de carga, el que... -  Y mirando hacia su izquierda, vió los vagones de un amarillo opaco, con pinceladas de óxido, mezcla de descuido o señales del paso de los años sobre su piel de chapa.

-  ¿Espera a alguien? -   Preguntó el chico.

Páez giró nuevamente su cabeza hacia él.  Era alto por la edad que tenía, y si bien parecía un hombrecito, sus  pantalones cortos delataban su edad.  El flequillo rojo, desprolijo, disimulaba el gesto serio de su mirada, siempre lista para protegerse de los reveses que desde temprano, la  vida le daba cada día.   La camisa arremangada, esa que en la semana se complementaba con la corbata azul, asomándose desde abajo del guardapolvo, ya no tan blanco.  Las zapatillas Flecha, sin medias, azules con la puntera blanca.  El uniforme para, cada día salir a la vida, a encontrar por ahí un tesoro escondido en la rama más alta del sauce de la esquina de la escuela.

-  Marito, te vas a hacer el reparto de los díarios? -

-  Ey, otra vez Jefe!  ¿Qué le pasa?  Yo soy Miguel.  Solamente estaba ayudando a  Don Márquez a entrar los paquetes que dejó el Expreso -  

Mario Páez resfregó sus ojos, pensó que la noche anterior había sido larga y sin darse cuenta se  le cerraban los ojos.  Cruzó el hall y llegó a la calle cubierta de un asfalto mejorado.  Debía buscar algo, no sabía muy bien qué.  Pero como pasa en los pueblos, siempre hay un perro que te guía.  Y él estaba ahí, caminando unos pasos por delante, encarando por la calle que salía justo al frente de la estación.  De pelo blanco, regordete, y con un ojo negro, era el compañero de cada tarde al volver a  casa.  Sólo ese anochecer de agosto el regreso fue sin  compañia, cuando el viejo Omar tuvo el accidente en la ruta.  Blanco se echó sobre sus piernas para ayudar a que la sangre no corriera tan rápido.  Hicieron las tres cuadras en silencio, se escuchaban sólo las gallinas que andaban sueltas, meta cacarear. "Ese alambrado alguna vez, ¿lo arreglarán?  No es tan dificil", pensó.  

- Marito!  ¿Dónde te habías metido? Siempre callejeando por ahí con ese perro.  Vas a ver cuando venga tu padre -  La puerta se cerró, y él se quedó mirando la pared de la casa pintada  cal, a la que no le vendría mal otra blanqueada -

La camioneta paró en la esquina delante de él.  Don Márquez, el chico y el  enfermero del dispensario bajaron, y fueron con prisa hacia Páez.

-  ¿Se siente mal?  ¿Qué hace acá en  el medio del campo? -  preguntó el enfermero

-  Iba a mi casa, y me quedé afuera.  Me retaron porque llegué muy tarde parece -

Don Márquez miró al enfermero con cierta confusión -  ¿Qué hacemos?  No sé si está perdido o nos quiere engañar ...-

-  Esa mirada es clara.  Ayudémoslo - Respondió Esteban, el del dispensario.

-  Venga conmigo Don ... -

-  Marito me llamo -

-  Vení conmigo Marito, vamos a casa.  ¿Querés comer o tomar algo? -

-  La leche, llegué tarde a mi casa y mi abuela se enojó conmigo -

Los cuatro subieron a la camioneta y enfilaron para La Cruz.  Ahí estaba el dispensario y el puesto policial.  El perro pegó la vuelta y encaró nuevamente hacia las vías.  Allá lejos, detrás de los yuyos, se alcanzaba a ver el techo de chapa de la Estación de Tren de Los Mojones.  El sol brillaba pleno, arrimándose al mediodía de ese sábado.  Las chicharras arrancaron a protestar.  Un fin de semana de calor había por delante

Riqui de Ituzaingó



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