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Un banco de madera cualquiera

Casi las diez de la noche y la poca luz que dejaban pasar los árboles de la vereda, pintaban de plata los adoquines del callejón que moría en las vías del tren. No era un lugar oscuro a pesar de todo, las casas dejaban los faroles encendidos, y si la luna ayudaba, se podía caminar sin tropiezos.

El Tipo este tenía la costumbre de caminar hasta el fondo, saltar el alambrado, y pegado a la pared, una medianera cuyo revoque había pasado a mejor vida, caminaba entre las malezas y las latas viejas, esa media cuadra hasta la punta del andén.  Ese último tramo se complicaba aquellos días en los que había llovido o aún seguía cayendo agua, porque pisar sin resbalarse era toda una proeza.  De todas formas había desarrollado una capacidad para caer apoyando ambas manos, las que más tarde podrían enguajarse sin problemas en el baño de la Estación de Tren.  Una vez sola en todo este tiempo, no pudo controlar la caída y girando con cabriola incluída, aterrizó de espaldas, embarrándo toda su ropa.  Así y todo, continuó su nocturno derrotero hasta el banco de madera que estaba en la otra punta, casi llegando a la barrera principal.

Allí cruzaba sus piernas, sacaba un cigarrillo, golpeaba varias veces su filtro sobre el reloj (nunca entendí si esto traía algún provecho al fumador o no era más que un tic) y con una sola mano, tomaba la caja de fósforos, sacaba uno y lo raspaba contra la zona esmeril, haciéndo que prenda en el primer intento.  Esta técnica la había desarrollado luego de ver a ese prestidigitador de cartas que era manco y que siempre admiró.  Si bien nunca se le animó a los trucos con los naipes, por lo menos en su homenaje, adoptó algo de su habilidad para encender un cigarro. Al pedo porque no le traería ningún rédito, ni siquiera el asombro de la audiencia, porque solamente fumaba esperando la llegada del tren, cada noche, pasadas las diez.

Esa parada del ferrocarril si no fuese por el Tipo este, habría que darla de baja, por lo menos despues de las nueve de la noche.  Ni perros había a esa hora.  Y menos que menose empleados de la Compañía Ferroviaria o gente de seguridad controlando que todos tengan boletos.  Pero sí había todo un mundo que de a poco iba colmando los oídos del Tipo este. Allá enfrente, desde el edificio de departamentos, podía escucharse el caer de las cortinas de enrollar, anunciando que más de uno se iría a dormir, o quizás que querían dejar de conectarse con la ciudad en penumbras, esa que se presentaba detrás de los vidrios de las ventanas.  O los frenos de los micros que aminoraban su velocidad para cruzar las vías, con ese chiflido como el que hacen los infladores de ruedas de autos en las gomerías.  Y también, el infaltable tintineo de la campanilla del paso a nivel, una de las últimas que no fueron reemplazadas por esa insoportable chicharra moderna, seguramente porque se olvidaron de su existencia, o para dejar constancia de que si bien el tiempo no se detiene, hay quienes pretenden resistirlo, a fuerza de seguir con el tin tin.

Cada noche, la luz de la formación advertía de su llegada, cuando su reflejo iluminaba el techo del galpón de la fábrica de fideos.  Y esa curva que asomaba por detrás de los plátanos, casi de inmediato, se hacía tren, el que encaraba derecho hacia el andén que solamente habitaba la figura del Tipo este. Apenas se detenía, y abriendo las puertas, lo invitaba a subir, para llevarlo hasta la próxima estación, la que estaba a unos tres kilómetros, donde bajaría, esperaría que el tren siguiera su camino, y volvería caminando por la calle lindera a las vías.

Esa noche, fue como casi todas las anteriores.  Sin lluvia, sin frío, y sin viento, ese que pondría en duda su capacidad de encender su cigarro con sólo una raspada de la cerilla.  El techo del galpón se hizo visible para los que estuviesen atentos a ese chispazo de luz.  Una formación dejó atrás la curva y encaró como cada noche, pero haciendo sonar por un par de veces su bocina, y aminorando su marcha, y sin detenerse, pasó por delante del andén ante la mirada de desconcierto del Tipo este.  Uno, dos, cinco vagones y en el último desde una de sus ventanillas, una mirada se clavó sobre los ojos del único huésped del andén, hasta no quedar vagones rozando el cemento gris con algunas líneas amarillas pintadas sobre él.  Pegó un salto, cayó sobre las piedras que sostenían los rieles, y con una larga corrida trató de llegar a la cola del tren, que cada vez estaba más lejos.  La carrera dejó de ser tal, su tranco ya era pasos largos, aunque cada vez menos, guiados por el cansancio y la frustración.  Se detuvo.  Miró, y allá adelante, una sombra se fundía en otra más grande que borroneaba el horizonte citadino.

En cuclillas ya, quitó la vista de donde se unirían las vías, y contempló a su alrededor.  Sin demasiadas novedades.  Una noche más, una ciudad fatigada que se entregaría a que todo se apague, con la esperanza de que ocurriese un día mejor pronto.  De su bolsillo sacó una caja de cigarros vacía, que de inmediato fue bollo y se perdió rodando por ahí.  En el bolsillo derechó aún permanecía atenta, la cajita de fósforos, que al agitarla una y otra vez, le devolvía al Tipo este, el ruido de un último elemento.  Con la destreza intacta, la abrió con su mano derecha, tomó el fósforo y lo prendió, dejando caer a las vías la caja vacía.  Miró la llama que apenas se mecía por la combustión y el poco aire que salía de su respiración.  La llama fue creciendo delante de sus ojos, hasta abarcarlo todo.  Por un momento, la ciudad, a unos cuantos metros de la solitaria Estación, se pobló de los detellos que surgían de entre la nube de humo que subía por entre las copas de los árboles del lugar, especialmente plátanos.  El fuego avanzó por las vías a modo de reguero, en dirección a los andenes de la Estación cercana.  En minutos, las llamas hicieron lo suyo, y solamente resistió la voracidad del incendio, un banco de madera, que nadie se explica porqué aún queda, erguido entre medio de los escombros.

A partir de la noche siguiente, los trenes ya no se detuvieron allí, y con el correr de los días, ese destino dejó de figurar en las carteleras que están allá arriba, en la Estación Central, cabecera de la línea Sur del Ferrocarril.

Cada tanto, a eso de las diez, cuando hay un poco de viento, puede verse cómo un paquete de cigarros hecho un bollo se pasea por entre los rieles buscando detenerse cerca del banco de madera que nadie intentó remover, seguramente porque a nadie le importa que esté allí.


Riqui de Ituzaingó



Comentarios

  1. Interesante pero no entendí que pasó con el tipo🤷🏼‍♀️🥺 Ana Lidia Pagani.

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  2. Linda descripción de la noche...y final inesperado. Me gusto mucho

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