Esos atardeceres tenían el encantador transito hacia la penumbra, sin que uno pudiese advertir, desde los sillones de hierro que hacían crepitar las piedritas donde se apoyaban, cuán extenso serían esos momentos.
Con los ojos clavados allá arriba, dónde esa montaña terracota se hacía cielo al compás de la caída del sol, el tiempo yo podía contarlo sin otra referencia que los vaivenes de mi piel, masomenos por dónde dicen que tenemos un corazón.
Esa espera mágica, como los chicos que evitan mover el último caramelo en la boca para que dure un cachito mas, una de esas tardes de marzo pude ponerle una medida exacta: siete mil cuatrocientos latidos. Y por supuesto que habiendo encontrado semejante información, me propuse ralentizar el incesante bombeo de mi sangre en pos de conseguir un atardecer casi infinito, en ese lugar soñado, mucho más cerca del sol y también mucho más lejos de la gente que todo lo empaña, como si hubiese cuestiones más importantes que empantanar la rutinaria caída del sol, solamente proponiéndonoslo.
Yo ya tenía un lugar exacto para centrar mi mirada. Había una especie de quebrada, allá arriba del tanque del agua de la última de las casas camino a la montaña. Justamente allí, cuando la cuenta del latir se acercaba al dos mil, la luz que no enceguecía pero brillaba casi ámbar, intentaba una y otra vez colarse por esa hendija y desaparecer en un instante.
La última de las tardes que tuve la posibilidad de iniciar esa ceremonia de celebrar el poniente, con la sola música de las hojas de unos arbustos que se ofrecían a merced del viento norteño, intenté detener ese instante. Traté de convencerlo que imite su ritmo al palpitar de mi pecho. Las hojas se detuvieron como para no molestar, mis pupilas se abrieron por completo para no perder detalle y finalmente esa gigante gota de miel se confundió con esas moles de piedras endiabladamente púrpuras. Y permaneció allí, vaya a saber cuánto, invitándome a que grabe a fuego en mis retinas esa imágen que con el tiempo entendería que fue irrepetible.
La penumbra se hizo en mis ojos y la felicidad toda colmó mi alma.
Desperté temblando de frío. La luz del patio de la casa de adelante, le daba color a mi visión. Entré finalmente. Fui al baño y abrí la canilla de la caliente para lavarme la cara y las manos, y templarme la piel. Me miré en el espejo. Vi una sonrisa sutil. Suspiré y creí que ya era tiempo de volver a casa. Había entendido todo, por fin.
Riqui de Ituzaingó
Hermoso relato de un atardecer en el Norte!!! Ana Lidia Pagani.
ResponderBorrarPagani compadre! No puede ser mejor ese relato! (Quevuelvacentroalaoya)
ResponderBorrarHermoso,y contado tan poéticamente!!!!
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