Luego de una noche de lluvia, como acostumbra suceeder en septiembre, amaneció ese día iluminado por los rayos de un sol primaveral, que descargaban toda su intensidad desde un cielo tan claro y tan celeste como salido de la paleta de un pintor de acuarelas.
Quien estaba de parabienes era el espléndido cedro azul, que por esas cosas del destino, aún resitía los embates de la modernidad mal entendida.
En ese instante de la mañana, y antes de que el casi seguro viento del sur esfumara su encanto, una infinidad de pequeños cristales de lluvia, lo envolvían, lo acariciaban, y le daban a sus ramas una sinfonía de colores, que bajaba por ellas, y que con la complicidad de la luz del sol, lo convertía en un vergel de caleidoscopios. Un manantial de belleza que pasaría desapercibido para todos. O para casi todos.
Dos libélulas, conocedoras de los hechizos que se forman algunas mañanas después de ciertas tormentas primaverales, decidieron formar parte del acto, y treparon al cedro tan alto como pudieron, sin llegar siquiera a su mitad, posándose cada una en diferentes ramas, dispuestas a bailar al son de la música, impérceptible para nosotros, que brotaba del trazo de las gotas al ir deslizándose por esos copiosos brazos azulinos, hasta caer sobre alguna inmediata rama inferior, e iniciar nuevamente esa cascada de mil gotas de agua, con un arco iris en sus corazónes.
Las libélulas, sin más prisa que la de acompañar al incipiente calor del sol escurriendo al árbol desde su cima, acompañaban cada desplome, aleteando sin parar y posándose sobre nuevos escalones a veces verde oscuro quizás, atentas a que ninguna gota descendiendo, pudiese interrumpir sus roles de primeras actrices de esta función.
Una brisa fresca anunciaba el casi final. Desde lejos aún podían verse los mágicos destellos de las gotas que querían alcanzar la tierra sin que se les cayera de sus espaldas su porción de sol, esa que habían recibido unas cuantas ramas arriba.
Las dos libélulas, con la sabiduría de los miles de septiembres que transitó su especie, se alejaron en dirección al este, y evitaron que la primera ráfaga mas o menos fuerte que solpara en dirección al norte, las estrellara contra el cedro azul.
Quedaron a reparo por ahí hasta que el viento volvió a hacerse brisa, y se fueron pr ahí, buscando algún otro sitio donde disfrutar de su efímera existencia.
Riqui de Ituzaingó
Qué lindo Ric! Hace poco le dediqué un violín a los bichosy las plantas
ResponderBorrarQué lindo Ricardo! Hace poco le dediqué un violin a los bichos y las plantas...que me alegran los días
ResponderBorrarHermoso relato, dónde vivo puedo disfrutar de el tronar de los pájaros y ver distintos bichitos que nos da la naturaleza 🥀🌺🐝🐞🦋 Ana Lidia Pagani
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