El tren se detuvo antes de llegar a la barrera de la estación, a menos de doscientos metros de ella. Asomándo la cabeza por la puerta que estaba trabada y medio abierta, se podía ver claramente la luz roja allá arriba, que señalaba que, llegar a nuestro destino estaba un tanto demorado. El sol se colaba por las ventanillas y aunque estuviésemos en octubre, no sería muy agradable continuar el viaje sin que encienda el maquinista el aire acondicionado. En el Sarmiento, pareciera que hubiese una fecha anotada en vaya a saber uno en qué pizarra, para encenderlo, y justo abajo de ella, la fecha en la que debía bajarse la tecla, dando por iniciada la temporada invernal. Acá no sé. Esta línea es la primera vez que la tomo. Mejor dicho no. Hace treinta y cinco años veníamos a la quinta de Longchamps, tantas veces como fuera posible. Y no sólo en verano; es que si bien la pileta y el parque hacían de este lugar un verdadero paraíso, durante el resto del año cada tanto, nos dábamos una vuelta, en plan de reunión familiar.
La chicharra de la barrera seguía sonando sin cesar, y si bien estaba lejos nuestro, la poca gente en el vagón y sobre todo, la ausencia de vendedores ambulantes, permitían que se escuchase claramente. El tren se movió, apenas un sacudón, y casi de inmediato retomó el viaje, corto, de unos cientos de metros hasta llegar a la estación, nuestro destino.
- Si no fuese por el cartel te diría que no es acá donde tenemos que bajar.
- La verdad yo no me acuerdo de nada. Lo único que sé, es que bajábamos del tren y después caminábamos un montón de cuadras. No mucho más que eso.
- Parece que la remodelaron, mirá, está toda pintada y con esos asientos de chapa que se usan ahora. - le dije a Ariel, mientras nos acercábamos a la puerta para bajar.
Caminamos en silencio por el andén hasta la salida sur, tratando que algún detalle activara nuestros recuerdos. Pero solamente reconocimos el galpón de la maderera que por lo visto, aún seguía funcionando. La calle ancha ahora tenía, no un asfalto, sino lo que se llama mejorado, no distaba demasiado de la tierra que caminábamos siempre, hasta llegar al fondo, ahí donde deberíamos doblar.
- Me acuerdo que cuando chocábamos contra el descampado había que doblar a la derecha.
- Si, estaba según mi viejo a unas seis o siete cuadras. Pero por lo que veo ahora, la calle sigue muchas cuadras más.
- Pasó mucho tiempo - le dije. - En la cuadra anterior había una entrada a una quinta con una fila de álamos. No creo que los hayan quitado de ahí. ¿Vos los sacarías?
- Queseyó - recibí como respuesta.
Seguimos nuestro camino y unos perros se sumaron a la caminata. Según vengo leyendo ultimamente, es una buena señal. Los perros saben dónde vamos y dónde no debemos ir. Algo intuyen.
Por suerte los alámos estaban ahí, conduciendo hasta una gran casona, no tan vieja por lo que se ve o quizás, fue remodelada, pintada con esos colores morados como se usa ahora. La próxima esquina sería la nuestra.
- Allá tenemos que doblar.
- Pero,¿el descampado? - me dijo Ariel.
- Por lo visto, lotearon.
- Uy, cómo me gustaba!. ¿Te acordás cuando nos metíamos entre los yuyos y llegábamos hasta el otro lado?.
- Era como cruzar nadando una laguna, y nunca saber a dónde llegaríamos.
Doblamos hacia la derecha sin ponernos de acuerdo cuánto más faltaría para encontrar la quinta. ¿ Una cuadra y media? ¿ Dos y media?. Un almacén, improvisado sobre el garage de una casa. Una casa a medio construir, con sus ladrillos sapo que chorreaban cemento entre ellos, esperando que algún tipo se compadezca y los revocara prolijamente. Un lote grande con cartel de DUEÑO VENDE. Un par de casas, la esquina, y todo me parecía desconocido. Seguimos caminando por la calle de tierra junto a los dos perros.
- Che, me parece que no era por acá - le dije a Ariel.
- Pero estában los álamos.
- ¿Y si plantaron otros antes?
- Hagamos un par de cuadras más. Sino, volvemos.
Al llegar a la esquina, Ariél pegó el grito: - El puentecito! - Corrimos como locos los diez o quince metros que había hasta una zanja que para que pudiese subir un auto, le habían puesto un caño de esos grandes de cemento, y por arriba, dos parecitas bajas de no más de dos ladrillos, que le daban un aspecto de puente. Bah por lo menos para nosotros.
Tiene que ser ahí, donde está ese cerco de ligustros. - Le dije a Ariel mientras avanzaba con cuidado. No por miedo. Creo que para evitar que se rompiese la ilusión de estar encontrando lo que tanto buscamos.
Los dos tratamos de ver por entre el cerco, y lo primero que apareció fueron las púas de un alambrado que anunciaba que la cosa no sería fácil.
- Ey! ¿ Qué hacen ustedes ahí?
- Estamos mirando si esta es la quinta de los Pereyra - dijo Ariel medio desconcertado por el reto. Es que lo tomó como tal, sin tener en cuenta que ya no somos chicos de diez años como cuando andábamos vagueando por estas veredas en las siestas calurosas de enero. Hoy somos adultos, desconocidos y lo más probable es que aparezca la policía (en el mejor de los casos
- Ya nos vamos señor, nosotros de chicos veníamos a ... - No pude terminar y el hombre este, nos soltó un perro grande, negro, con pocas ganas de sociabilizar con nosotros. Los dos salimos corriendo,y por suerte los perros que nos seguían, se nos unieron en la huida, lo cual confundió al can atacante, y pudimos doblar la esquina rápidamente.
- Qué miedo che! - me dijo Ariel.
- No lo veía muy malo al perro, creo que debe ser de la cuadra y mientras te vayas, se queda tranquilo. - le dije no muy convencido. Y mientras seguíamos caminando le recordé: - Che Ariel, ¿no te parece que es una locura esto que estamos hacendo?
- Si, eso te dije desde un principio. Pero bueno, ya estamos en el baile. Ahora, sigamos.
- Está bien. Bueno, vayamos a la vuelta, alguna vez me acuerdo que nos escapábamos por ahí, daba el fondo a una canchita. Ojalá esté, todavía.
La canchita hoy, era aún, pero ya formaba parte de la Sociedad de Fomento del barrio. Como casi todas, eran, un salón con buffet, una cancha de basket con baldosas y la canchita de tierra como para jugar hasta seis contra seis. Los perros entraron primero y se perdieron por ahí, se veía que eran habitués del lugar. Entramos, la reja estaba abierta y fuimos directo a puerta del salón, por las dudas. Estaba cerrada y no vimos a nadie adentro. Sin decir nada corrimos directo a la canchita, y atrás de uno de los arcos, el alambrado daba hacia la quinta. Llegamos y nos pegamos al alambre como si estuviésemos viendo un partido de fútbol.
- Esa casa que se ve allá no es la que yo recuerdo. Parece otra.
- A mi me parece que la casa estaba más al frente. Debe ser otra. ¿No será más allá, en otro terreno? Puede ser que la canchita la hayan puesto en otro lado.
- No. Es esta. ¿ Qué comíamos arriba de los árboles? - le pregunté a Ariel
- Nísperos.
- Allá tenés una planta de nísperos. Es acá.
- Bien. ¿Y cómo entramos?
- Preguntale a los perros, Ya se metieron.
El alambre estaba flojo contra uno de los palos de cemento y los dos entramos. Pastos altos, no como si fuese un baldío, pero se veía que los cortaban cada tanto. Me fui directo a dónde estaba el níspero, y empecé a mirar todo a mi alrededor...
Los pastos se fueron secando y debajo de mis pies, la tierra se presentó seca, con mucho pedregullo, riesgosa para caerse de rodillas. Un gallo merodeaba y, uno de los perros insistía en ladrarle a las gallinas que no respetaban los límites del gallinero. A mi lado, el tronco del frutal, fue tornando un color verde brillante. De sus jóvenes ramas, sus racimos amarillos se me ofrecían, casi sin tener que saltar para agarrarlos. Entre cacareos y ladridos podía escuchar cómo bombeaban agua al costado del galponcito, ahí donde Don Juán guardaba todos sus cachivaches. Dos mariposas revolotearon por sobre los azahares que perfumaban la mañana.
- Ari, ¿ Lo encontraste? - le dije cuando vi que bajaba del techo del galponcito, colgándose de una de las ramas del níspero que estaba más allá.
- Nadie lo tocó, se ve que lo guardamos bien.
El perrito blanco que tenía el ojo manchado, no dejaba de ladrarle. No parecía querer atacarlo. Creo que pensaba igual que yo. - Dale, apurá!
Arielito, con la sonrisa que siempre se le escabullía por entre sus pecas, sacó del bolsillo de su vaquero con pitucones (casi, su uniforme), un tubito de metal, aluminio quizás. Trató de abrirlo con la mano, pero no tuvo más remedio que hacerlo con sus muelas. Sacó de adentro un rollito de papel. Nos sentamos abajo del árbol, y comenzó a leer:
" Hoy pidió la maestra que escribieramos una carta, con un deseo que quisiésemos que se cumpla algún día. Nos dijo que si ese deseo nos acompañaba siempre, un día se haría realidad. Yo quisiera que si un día mi amigo estuviese con un problema serio, yo pudiera ayudarlo. Guardo esto, en el techo del galponcito de Don Juán. Acá nadie lo va a descubrir.
Lonchamps. enero de 1979. "
Mi amigo de toda la vida, me pegó un abrazo, y mientras se le escapaban un par de lágrimas. me dijo en voz baja : - Ya está. Te vas a curar. Lo díce el papel. -
Volvimos hacia el alambrado flojo que daba a la canchita, y a lo lejos, en la calle, una camioneta de policía se estacionó sin detener el motor, justo en la puerta de rejas de la Sociedad de Fomento. Varios bajaron, algo nos gritaron, no escuché bien.
- Estamos en problemas parece - Ariel comentó mientras se enganchaba el buzo con una de las puntas del alambre.
- ¿Problemas? Para nada. Hoy es un gran día, amigo!
Riqui de Ituzaingó
Bella historia de amigos
ResponderBorrarHermosa historia de amistad pero el relato del tren y de las cuadras para ir a la casa con la pileta con álamos alrededor y el galponcito de Don Juan me hizo acordar a Domselaar 💞💞
ResponderBorrarAna Lidia Pagani