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El Mandarino

Perros, chicharras y algún gallo descolgado eran los intérpretes que le daban música a las siestas de mi barrio, las cuales no eran para dormir, jamás lo hicimos, porque esa atmósfera casi bucólica que se formaba, era ideal para la charla sobre las cosas importantes de la vida.  
Teníamos una especial predilección por los árboles, por treparlos y una vez allí analizar ciertos temas, a veces comiendo algún fruto, si justo era época.
En abril, por allá atrás de casa, en el baldío que salía a la otra calle, había un inmenso nogal, un árbol imponente, que por su gran tamaño, debe haber sido plantado junto con el loteo de la zona.  Muy dificil era para nosotros calcular qué cantidad de nueces daba cada temporada, pero lo que si teníamos claro era que si nos dormíamos, los vecinos de al lado, nos ganarían de mano, y la torta de mi cumpleaños no tendría ese milenario fruto seco.  Muy dificil de trepar porque las primeras ramas no estaban a nuestro alcance, así que algún voluntario tenía que prestar los hombros y obviamente quedarse abajo.  De todas manera, no nos gustaba la planta de nueces, subíamos para la recolección y nada más.  
Enfrente de de casa, entrando por lo de los Serrano había un terreno en cuyo centro estaba el níspero del barrio, era el único que había o que recuerde, y allí arriba, si bien no teniamos mucho espacio, pasábamos muchas tardes, planeando cómo haríamos ahi una casita como se veía en los dibujos de las revistas.  Nunca llegamos a poner madera alguna, pero no era que estábamos desamparados, en cada época de poda, con las ramas de los paraísos construíamos una especie de chozas con esa forma cónica, como tenían los indios de las peliculas de Canal Once.
Mi favorita era una planta de mandarinas que había en el jardín de casa, de muy fácil ascenso, y que cada invierno, se atestaba de las frutas preferidas de los pibes, porque son muy fáciles de pelar.  Ese árbol, tenía cuatro ramas principales, una para cada uno, era una especie de oficina que teníamos.  Allí se programaba lo que haríamos en la semana: barriletes con hojas de diario, gomeras y arcos aprovechando las ramas que había de la poda, expediciones a la Base o simplemente contarnos las cosas que ibamos descubriendo, como ser alguna nueva vecina que alguien vió más alla de las cuatro manzanas en donde vivíamos todos.
Un día fuimos cinco ahí arriba.  Invitamos a uno de los chicos de enfrente, solamente porque había sido su cumpleaños y tenía pelota nueva.  No le dijimos que el último que subía era el encargado de levantar las cáscaras de mandarinas que dejabamos luego de cada jornada (había que evitar retos y que nos prohibieran el acceso)
Esa tarde fue como cualquier otra, aunque un poco más incómodos porque uno tenía que trepar un poco más, sino no entrábamos.
-  Desde esta rama se ve todo el cielo - Arrancó Carlitos denfrente.  Yo nunca me había detenido a observar hacia arriba.  Me paré, me pasé de rama y despacio fuí recorriendo con mis ojos todo el panorama.  El sol estaba a pleno y toda lo que se podía ver a su alrededor estaba casi sin color, era solo brillo que cegaba los ojos.  Pero mirando hacia la calle, todo era celeste con algunas pinceladas blancas con forma de ovejitas, tal como las pintábamos en la escuela.  Y los pájaros, unos que nunca supe cómo se llamaban pero que pasaban todas las tardes planeando en dirección al monte que tapaba la laguna
-  Hoy me contaron que iba a verse un cometa - siguió Carlitos denfrente - pero va a aparecer de noche.  Seguro que desde acá arriba se ve - Yo había leído en una revista Lupín, que los cometas eran estrellas con cola, por eso a los barriletes en alguna parte los llamaban así.  O a lo mejor la cosa era al revés, a esos les habían puesto ese nombre porque se parecián a los cometas que levantaban los chicos. Pero nunca había visto uno, ni una foto, nada más que dibujos
Esa noche como algunas veces hacía, cerré las puertas yo, pero quedó sin llave la que daba al patio. Me acosté temprano con la  radio debajo de la almohada, como siempre, esperando a que todo quedara en silencio en la casa.  Pasó mucho tiempo y finalmente me levanté, estaba con la ropa puesta, así que nada más me puse las zapatillas y me fui afuera. Esperaba unicamente que el perro me hiciera la segunda, si empezaba a ladrar iba a estar en problemas.  Tenía un pedazo de pan, por si tenía que sobornarlo.  Crucé la galería y encaré para el mandarino.  La noche era clara, hacía un poco de frío y se escuchaba algún grillo y cada tanto un auto que pasaba por la ruta.  A mi paso, bichitos de luz me iban marcando el camino, como si estuviese todo preparado.  Subí a la rama que me había marcado Carlitos denfrente, y simplemente miré hacia arriba, hacia un lado y a otro.  El cielo era azul, con un brillo especial que invitaba a ser contemplado.  A medida que mis pupilas se iban templando, decenas, cientos y miles de estrellas dibujaban formas, esas mismas que veía en el diario, en la página de atrás, cada vez que unía con el lápiz los números que terminaríanconvirtiéndose en caballos, autos o mariposas, según la gana de quién lo dibujó-

Por arriba del techo de mi casa, cerca del tanque del agua vi un punto rojo que se me acercaba muy despacio.  Era común ver aviones con esas luces que tenían en las alas, pero titilando.  No era este el caso. Era una luz roja, pequeña, que venía hacia mi.  Como el   perro había decidido dormir, me puse a comer el pan, dejando la mirada puesta por sobre el techo.
En la medida en que se me acercaba, se iba delineando su forma de estrella, y su cola ya era notable, larga, tanto como mis ojos podían alcanzar, de colores claros que resaltaban sobre el fondo marino que atravesaba.  Su andar era suave, parecía un pez deslizándose en aguas calmas.  Podía escuchar el susurro que desde allá arriba se escuchaba al surcar el cielo de mi barrio.   
Pensaba en los pibes, si alguno se hubiese avivado y estuviésen en la terraza o afuera, pero nadie dijo nada, sólo Carlitos denfrente, pero como era más chico, era seguro que estaba durmiendo.
El cometa ya estaba cerca, y podía verlo claramente. Conocía su forma de estrella de ocho puntas, rojo claro con algunos gajos blancos y azules, y la cola, enorme, en secciones blanco tiza, aguamarina y celeste pastel, unidas por delicados nudos simples como los que hacen los chicos.  Toda su inmensidad quedó flotando sobre el techo de tejas de mi casa y ahí pude reconocer sus flecos, finos y parejos como la melena de un león.  Un suave viento hizo que se levantara y sus flecos quebraron el silencio del momento, y un halo de luz tenue, color canela se acercó hasta mi mano, y por fin pude tener la posibilidad de volarlo una vez más, como había hecho en otoño, cuando lo hicimos con los pibes y con orgullo lo arrancamos a volar por primera vez por sobre la laguna de la Base.  Esa tarde volvimos a casa y me estaban esperando para contarme que alguién se había ido al cielo, ese mismo que cobijó a mi estrella de color rojo, azul y blanco.  Lo guardé debajo de mi cama, y prometí que ya no sería bueno que saliera a volar, que otro ocupaba su lugar.

Hacía un poco más de frío arriba del mandarino y quizás mientras recordaba el vuelo de bautismo de mi barrilete, se me escapó el hilo de luz canela, y el cometa que bailoteaba sobre mi casa, tomó altura y se fue.
Me bajé del ´arbol, el perro me estaba esperando, se había despertado y juntos fuimos hasta la galería, Él se quedó afuera y yo di dos vueltas de llave y me fui a dormir.  Me quité los zapatos, y con los pies descalzos metí debajo de la cama un jirón de sábana verde hecha cola de barrilete que asomaba por ahí.


Riqui de Ituzaingó









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