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El equipo de Los Amigos

Dedicado a aquellos que creen que perdieron la pasión por el fóbal


Las montañas de la Quebrada, con su maravilloso porte, eran el marco justo para señalar a cualquier distraído que preguntase, dónde vivían estos pibes, de ojos achinados, acariciados por el viento que se levanta cuando el sol ya encara hacia el otro lado de las montañas. La historia se repetía aquí o más allá, es que en cada pueblo, cuando uno levanta la vista, descubre una nueva acuarela de color, siempre con esos tonos cálidos, típicos de esta zona, mezclándose con los grises y pasteles que caprichosamente, el viento sur dispone cada jornada.

En especial aquí, al final de la avenida, que se estrecha en calle, para despuntarse en sendero, estaba esa enorme cancha; ni potrero ni canchita, porque lo que determina la exactitud de su denominación, es el tamaño de los arcos, y cómo fueron construidos.  En este caso no eran troncos como se suele ver en otras regiones, ya que no es zona de árboles altos y de verdes copas, tal los de los valles que están más al sur.  Mucho madero espinado y corcoveante, para desafiar al clima que no les da de beber más que para evitar que mueran de sed.  Tres caños por lado, prolijamente embellecidos de un blanco tan brillante que llegaban a molestar la visión de aquellos delanteros que en las tardes de enero, intentaron convertir y gritar tan fuerte como para que el eco se encargara de hacerselo saber a toda la Quebrada.  No se sabe si respetan, esos arcos, cierta medida que se ajuste a alguna norma o reglamento, pero a simple vista de quienes hemos contemplado más de un encuentro de fóbal, el tamaño, tanto en ancho como en longitud, se asemeja bastante a lo que se estila en los más renombrados estadios.

La distancia entre las metas, y cuanto había que transitar de un lateral a otro, no parecía que fuese muy tenido en cuenta; ciertos hitos dibujaron lo que sería el campo de juego:  un árbol, quizás un espinillo, a dos metros detrás del poste izquierdo del arco que daba su espalda al  pueblo.  Justo enfrente, más allá de los tres caños, el suelo había dispuesto que sería escarpado en roca, y quien hacía las veces de local, allí establecía su palco para personalidades e invitados.  De este costado, el camino dice que no se podía jugar más que a unos dos o tres metros, y algún trasnochado clavó un palo, con  la  esperanza que otro tal, atara un paño amarillo y rojo, pero esto jamás sucedió y quedó solamente ese palo, que quizás, haya formado parte de un techo.  Cruzando todo el terreno, el otro pedazo de palo, tirante o vaya a saber qué, indica que mucho más allá no se puede jugar porque ahí nomás, unos pastos altos hacían las veces de carteles publicitarios, esos que avisan de pinturerías o zapatillas.  En este caso esas lonas verdes, no hacen más que proteger a la pelota que no se cayera al agua del pequeño arroyito que  vaya a saber de dónde viene y hacia dónde va;  un hilito de agua, que viaja lento, sin apuro, esperando que alguna barcaza lo hiciese río, aunque sea por un ratito nomás.

Ismael, Milton, Pedro y Hugo vivían en el otro pueblo, subiendo por la ruta, y a más de una hora de caminar.  A veces por las tardes, se juntaban y enfilaban para la cancha, la única que podía llevar con orgullo ese nombre en toda la Quebrada, con la ilusión de que, justo esa tarde hubiese partido, como habían escuchado comentar en más de una oportunidad a sus mayores.  Pero se encontraban siempre con los chicos de las casas que estaban cruzando ese pequeño arroyo, y que merodeaban el lugar, sin  ningún fin en especial.  El rito, de todas maneras se cumplía siempre:  correr de un arco hacia el otro, encontrar en el camino alguna piedra que no fuese muy grande como para romper las zapatillas y que pudiese rodar esos metros finales y ser pateada allá abajo junto al palo, donde los que saben, dejan encomienda, para desánimo de los atónitos arqueros. Y el grito de gol de esas cuatro tímidas gargantas, que iban subiendo de volumen tanto, hasta convertirse en la más bulliciosa de las hinchadas, de las que cantan goles en la radio de la Capital.  

Siempre después de los festejos, se trepaban a las piedras de atrás, esas que miraban hacia el norte, y comentaban algunos detalles de ese partido

-  Hoy nos pegaron muchas patadas, mirá como me dejaron el pantalón -

-  Tenemos que hacer más goles, ellos no tienen buen arquero -

-  Mi Papá me contó que una vez atajó un penal en este arco -

Así pasaban el rato hasta que veían al sol encarar hacia aquellas dos montañas, decidido a esconderse hasta otra jornada, y dándole a los pibes, el tiempo y la luz necesaria para volver a casa

-  Milton, hoy no hiciste gol, y el otro día tampoco.  ¿Por? -  preguntó el más grandecito

Con ese flequillo que casi le tapaba el gesto de sus ojos,  y lo protegía de tener que andar hablando y dando explicaciones, Milton con su cara más seria, miró a su amigo, y no dijo palabra.  

Y pegaron la vuelta esa tarde.  Las cuatro sombras iban dejando huella al costado de la ruta para que si alguna vez los sorprendiera la noche, pudiesen los cuatro, reconocer el camino a desandar. 

Hubo días de mucho viento  y frío que desalentaron la ida de los amigos a  la cancha, hasta que, una tarde, el sol se puso pleno, y le ganó por cansancio al viento.  Arrancó Hugo, pasó por lo de Ismael, juntos buscaron por todos lados a Pedro que tenía otros planes, pero finalmente lo convencieron.  Milton vivía casi a la salida del pueblo, muy cerca de la ruta, por dónde estaba el último de los refugios de micros.  

Llamaron haciendo ruido con las manos, gritaron su nombre, un perro miró pero no atinó a sumarse al llamado.  El más grandecito de los amigos decidió entrar e ir a buscarlo, seguramente estaría en el fondo, en el galpón con su madre.  Al rato volvió solo

-  Hoy no hay fóbal -  Se sentó sobre la parecita de piedras e invitó con la mirada a sumarse a los otros dos

-  El Milton rompió las zapatillas jugando en la cancha, pero no le dijo nada a su madre para que no lo retara.  Solamente lo sabía el Julio, el hermano más grande -  Pedro levantó un  puñado de piedras y de a poco las fue tirando, tratando que cada una llegase un poco más lejos, hasta que no hubiesen más piedras o decidiera el sol esconderse una vez más

-  El Julio le prestó sus zapatillas para que viniese con nosotros a jugar.  ¿Vieron que las ultimas veces no pateaba goles?  Era para cuidarlas -

-  ¿Hoy no le presta? -

-  Julio empezó a trabajar, me dijo Milton.  Y me contó también que el hermano le  prometió unas nuevas, cuando le paguen -

-  ¿Faltará mucho? -

-  No sé, pero hay que esperarlo, no podemos jugar partidos de a tres -


Durante un tiempo, algunas tardes, los cuatro amigos, Ismael, Milton, Pedro y Hugo, se iban a veces a la plaza a recordar los días de partido;  esta era época de vacaciones y no se jugaría hasta dentro de unos meses.

"Y lleva la pelota Pedro, elude a uno, elude a dos, y se  la pasa a Hugo, que frena, espera y mira.  Ismael pica a toda velocidad y hacia Él va la pelota, y va por la derecha y elude a su marcador y llega hacia el fondo y lo ve entrar a Milton y tira el centro, y Milton se eleva por sobre la defensa, y mete el cabezazo, y golllllllll, gol del equipo de los amigos, gollllllll y golllllll.  Y ya es tres a cero y está por terminar el partido, y gracias a Milton que hizo los tres goles, el equipo de Los Amigos, es el nuevo campeón!!!"


Riqui de Ituzaingó











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